Antes del amanecer los dioses eran traviesos, actuaban a su libre arbitrio causando el caos y el desorden. Pero vino el sol y con sus rayos los secó, como se seca la tierra lodosa durante el estío. Y ya rígidos los dioses tuvieron que engendrarse a sí mismos en formas nuevas que acatarían el orden del cosmos. Esto es lo que nos explica Alfredo López Austin como autor único en el último número de Arqueología Mexicana titulado “Cosmogonía y geometría cósmica”. Y para ejemplificar este concepto del orden que surge de la fuerza y la determinación luminosas, cita cómo los huastecos cuentan “que el Gran Gavilán era tan terrible que devoraba a los hombres, por lo cual una multitud lo mató a golpes; sus plumas se esparcieron en el ataque, y de ellas nacieron sus múltiples hijos. Los gavilancitos que salieron del Gran Gavilán ya no comieron seres humanos. Son los que hasta ahora conocemos, son los hijos que dejó con las plumas que se le arrancaron”.
¿Por qué cito este mito y su referencia en estos momentos? Porque la lectura de López Austin es magnífica. Y porque nos enseña algo para la circunstancia huachicolera que vivimos: la naturaleza de los dioses que nos dominan con sus poderes es caprichosa, corrupta, egoísta, como el Gran Gavilán. Ahí están las bandas operando desde las instituciones del Estado mexicano un despojo descomunal de la riqueza común que nos pertenece a todos. Pero como en el cuento de los huastecos, está en nuestra determinación colectiva detener el abuso del Gran Gavilán. Quizás así le demos la oportunidad mágica y mítica a él de perecer por la fuerza del orden. De bajar a la región obscura de los muertos para de ahí reinventarse en nuevas criaturas que puedan salir de la cueva de la montaña sagrada para actuar sin vulnerar a los demás.
¿Queremos un país jodido por el Gran Gavilán, por el Gran Jaguar, por el Gran Mercado? No lo creo. Y está en nosotros como comunidad, como Pueblo del sol, nutrir los rayos que reponen el orden entre las fuerzas del cosmos.