“El entusiasmo solo se expresa con desmesura, contenerlo es falsificarlo”.
Cada gran artista tiene su momento, su obra, su destello de genialidad, pero sobre todo la valiente muestra de brutal honestidad. El día que deja de crear para gustar y abre su alma, permite que su desgarrado corazón quede expuesto permitiéndonos entrar en su recuerdo.
Así es Roma de Alfonso Cuarón, lo mismo daría que hubiese pintado un cuadro, escrito un libro, o compuesto una sinfonía. Roma nos muestra lo más íntimo, lo más propio, los más profundos recuerdos de su infancia. La cámara es un nuevo invento, una máquina del tiempo que nos permite entrar a sus remembranzas y ver a través de sus ojos de niño, revivir sus impresiones, sus sentimientos, los sonidos que llenaron su infancia. Con una memoria fiel, intacta, retrata nuevamente las escenas de sus primeros años y eso, eso es arte, evocar y emocionar con el recurso de la imagen y el sonido las escenas que formaron esa etapa de su vida.
Quisiera poder hacer ese ejercicio, recordar las calles que me vieron crecer con la misma precisión, con la exactitud impecable de espacios, de momentos, de sensaciones. Yo nací en 1972, me gusta pensar que ese era el México que mis padres veían cuando eran jóvenes y hacían lo que correspondía, iniciar una familia, así como así, como pasan los días y pasan las cosas.
Roma es una aventura sensorial, independientemente de una muestra de talento, una cátedra de buen cine, con una fotografía fuera de serie, que me hace pensar que Cuarón hace un secreto, pero sincero homenaje a sus maestros, a quienes lo inspiraron a hacer cine, los encuadres al más fiel estilo de Gabriel Figueroa, las secuencias aprendidas de Luis Buñuel, momentos repetidos en la pantalla en tiempo real, así, casi sin edición, como si lo estuviéramos viviendo. Como si fuéramos parte de la película, camináramos por las mismas calles, fuéramos parte de la historia, gente verdadera representando una historia real, un hilo conductor sin mayor pretensión que la vida misma, dos mujeres abandonadas, que encuentran la fortaleza en ellas mismas, sin mayor búsqueda, sin otra oportunidad que la de seguir adelante porque así es la vida y no hay más, no hay consuelo, no hay terapias, ni tiempo para la tragedia, no hay compensación, solo hay un camino para delante y ese es el único que se puede tomar aunque duela, aunque parezca intransitable. Una película llena de metáforas, lágrimas escondidas en espejos de agua, objetos, montañas, caminos, campos, cielos llenos de nubes que evocan al propio hogar, universos alternos, vidas en la azotea, cocinas como refugios, dos clases dentro del mismo hogar; hay un mar, un mar como paliativo a la vez que reto, que final del camino, el fondo que a todos nos toca encontrar, llegando al mar solo hay una opción, volver y retomar la vida como va.
Cada toma es un soneto que se va hilando con el que sigue, pocas muy pocas palabras, miradas que dicen todo, sonrisas y silencios que hablan más que mil palabras, confidencias y complicidad en Mixteco entre Nancy y Cleo hacen de Roma mucho más que una película que cuenta una historia. Es un viaje de introspección hacia lo más profundo del espíritu de los personajes.
Y eso es lo que se queda, lo que se agradece desde el fondo del corazón.