El fin de semana acudí a una fiesta en la que reencontré a una amiga que hacía mucho no veía. Su nuevo y envidiable aspecto me dejó con el ojo cuadrado, pues aunque ella siempre ha estado en su peso, lucía más esbelta y jovial.
Un amigo común y yo la abordamos con la frase clásica de los envidiosos: “Amiga, pásanos la receta”.
Tras sonrojarse, nos la platicó: “Llevo unos meses con la dieta paleolítica”. Iba a preguntar: “¿La dieta paleo qué?”, cuando recordé haber visto en el Sanborns algunos libros con títulos como Vive paleo o Paleo vida, sin jamás haberlos hojeado.
Nos explicó que “vivir paleo” consiste en comer como lo hacían ¡los cavernícolas!, unos 10 mil o más años atrás.
La tesis central de la dieta paleolítica se basa en la creencia de que los seres humanos no hemos evolucionado –biológicamente– desde el periodo paleolítico. Por lo tanto, nuestro cuerpo aún no está preparado para digerir los alimentos procesados que trajeron consigo la agricultura, primero, y después la industria.
Entonces, ¿qué comen los paleo? Básicamente carnes y pescados, verduras y frutas, huevos, frutos secos y algunos aceites. Y, por supuesto NO consumen lácteos, cereales, legumbres, azúcares ni alimentos procesados. Muy cavernaria la cosa.
Después de pensármelo un poco e inspirada en la belleza de mi amiga, resolví probar la vida paleo por unos días: me gustan las nueces, como un montón de verduras y frutas y soy carnívora.
El primer día me desayuné un buen plato de papaya fresca más un omelette con espinacas. Por fortuna sí aprueban el café y cuando iba a media taza se me antojó mi pan mañanero, pero me aguanté y comí un puñado de almendras.
Todo iba relativamente bien en mi nueva vida cavernícola hasta que, el cuarto día, me cité con otra amiga para desayunar. Al revisar la opción saludable del menú, vi que había un omelette de claras con queso panela y frijoles de la olla. O también huevos estrellados con salsa de poblano y elotitos.
Mi acompañante, ignorante de mi sufrir, ordenó unas enchiladas verdes con mucha crema y queso. No me quedó otra que pedir el platón de frutas sin queso cottage.
Al despedirnos busqué con desesperación en mi bolsa el “topper” con nueces y engullí unas cuantas.
Para la comida, en mi casa había albóndigas con nopales y papas. Me serví dos piezas con mucho caldo pensando que sí era un menú paleo: carne molida, pero carne al fin, con muchos jitomates licuados. Le añadí una rebanada de aguacate, o sea, una ración de verdura.
Vi cómo mi hija disfrutaba del guiso con un arroz esponjoso y tortillas calientes. Volví a engullir un puño de nueces, pero esta vez, junto al café, agregué un poco de arándanos y coco seco.
Para la noche ya estaba convertida en toda una cavernícola. Con un humor pésimo, y cero civilización, apuré la cena de mi hijo –dos quesadillas repletas de un delicioso queso Oaxaca con jamón y frijoles refritos– con la intención de retirarme a mis aposentos antes de caer en tentación.
Me llevé un té a la mesa de noche y leí un poco. Después, mis hijos irrumpieron en la habitación pidiendo que viéramos una peli “porque ya habían acabado sus tareas”. Ellos prepararon palomitas y yo sencillamente sucumbí al olor y al sabor de la chatarra y lo procesado.
Quizás los nutriólogos, médicos y biólogos defensores de la vida paleo tengan razón al sostener que los humanos del siglo XXI seguimos genéticamente programados en la era paleolítica, pero yo me declaro de espíritu totalmente contemporáneo porque, definitivamente, mi verdadero yo clama por el azúcar de la caña, necesita de la harina y las especias, se derrite en mantequilla y chocolate, peca en mousses, tartas y confituras, se anima en bebidas espirituosas y siempre, siempre, piensa en el próximo deleite.
P.D. Amiga paleo: el día que tengas “menú libre” comemos juntas. Mientras, seguiré admirando tu belleza y voluntad.
Atentamente: La Dolcealterego.