Por GERARDO GALARZA
Dicen los que saben que ningún texto periodístico, del género del que se trate, debe comenzar por algo conocido; que la “entrada”, el primer párrafo, debe sorprender, dar la nota, la noticia; en resumen, que el periodismo es sorpresa.
Esos teóricos tienen razón. Si no la tuvieran, el periodismo no sería lo que fue ni lo que es, ni estaría en donde hoy está.
Y sí, es muy difícil para los periodistas de hoy, practiquen el género que practiquen, causar sorpresa, dar la nota, descubrir algo, asombrar en un mundo de las “benditas”, —Andrés Manuel López Obrador y et. al., dicen, aunque parezcan malditas para sus más cercanas y cercanos-, redes sociales.
Es cierto que la transición de poder en México es muy complicada o, cuando menos, muy lenta. No es un problema de voluntad. La Constitución mexicana establece fechas fatales. Y entre el momento de la elección del nuevo Presidente de la República y su toma de posesión (del poder) pasan cinco meses, a diferencia de otros países más o menos civilizados y más o menos democráticos como el nuestro.
En México no es novedoso. Es decir, no hay nota, dirían los reporteros ortodoxos.
De acuerdo con Pascal Beltrán del Río, una fuente siempre confiable, la determinación constitucional de los cinco meses de espera data nada menos que del siglo XIX y ha sobrevivido a las innumerables –es decir, sin número, lo que impide contarlas– reformas políticas de todos los años, de todos los días en México. Ni Enrique Peña Nieto ni Andrés Manuel López Obrador son culpables.
Pero, el problema de la transición del poder en el México de hoy es absolutamente político: el de un Presidente avasallado y el de un Presidente avasallador. En la historia posmoderna del país, es decir desde hace como 18 años, no se había presentado tal fenómeno; antes era imposible que ocurriera y pese a los triunfos de la oposición, los modos priistas se habían conservado.
Hoy, con el regreso del viejo PRI al poder, las formas, los usos y costumbres se han trastocado: hay un Presidente en funciones (Enrique Peña Nieto) quien prácticamente ha abdicado de su poder, y hay un Presidente electo (Andrés Manuel López Obrador) quien no puede ni debe asumir el poder absoluto del priista presidencialismo mexicano. Y el Presidente constitucional está ausente, por decisión propia según parece públicamente.
Son y serán cinco meses en el limbo. Un lugar, digamos si se recuerda la infancia y la enseñanzas de “la doctrina”, donde hay paz, tranquilidad, pero no pasa nada, etéreo, aunque en el limbo político mexicano de hoy pase todo y nadie es responsable de nada.
La convivencia y la conveniencia. Grave cosa: hoy se pide respeto para quien fue denunciado, en campaña, como corrupto. Y la mayoría, aunque sea del 30 por ciento y ya un poco o un mucho más por aquellos que no quieren quedarse fuera del presupuesto, aplaude la “civilidad”.
Sin embargo, estos cinco meses se están volviendo contra del triunfador en las elecciones y su equipo, quienes ansiosos de asumir el poder saben también que nada pueden hacer y que, pese a ello, tienen que empezar responder a las promesas, muchas de ellas irrealizables, que hicieron en campaña. El poder vigente también lo sabe y, nada tonto, nada de a muertito, como se dice popularmente.
Así, el nuevo gobierno que aún no asume el poder ha tenido que empezar a desmontar sus promesas de campaña: no, no habrá “gasolinazos”, pero el precio de la gasolina no bajará; bueno, hay que empezar a perdonar antes de que comience la “pacificación” del país, sin que se diga que se combatirá a los delincuentes; no, no, el 2 de diciembre los miembros del Ejército y la Marina no regresarán a sus cuarteles, porque son necesarios (indispensables) y su retorno será paulatino, quizás en tres años o en seis o en doce, según los opinantes cercanos al Presidente electo; no habrá nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, bueno sí, pero antes una consulta “popular”; eso sí, sin consulta “popular” habrá la ampliación del Tren Maya; sí se les quitarán las pensiones a los expresidentes, pero no a los exministros de la SCJN, sobre todo a aquella que será parte del nuevo gobierno; el fraude electoral será delito grave, pero el mayor defraudador electoral será director de la Comisión Federal Electoral; se respetará a los poderes de la Unión, pero la palabra presidencial será guía del Poder Legislativo y habrá 32 virreyes federales compitiendo contra los gobernadores constitucionales en los 32 estados y la desconcentración burocrática y, peor, la “Constitución Moral”…
Vamos, la “familia democrática” (¿en cada casa se votará la composición del desayuno, el turno para bañarse, el largo de la falda, el modo de peinarse, la religión a profesar, la cantidad de renta a pagar, etcétera, etcétera, etcétera?); la desaparición del Estado Mayor Presidencial, la venta del avión presidencial, la reconversión de Los Pinos en “centro cultural” son fuegos artificiales (cortinas de humo, diría el Presidente electo en su calidad de candidato opositor) que distraen al grueso de los mexicanos.
Súmele lo que usted quiera. El affaire Elba Esther Gordillo y… ¿Javier Duarte? para seguir.
Una mascarada, como se decía antes. Los de antes, que regresaron ahora, saben lo que es una mascarada. Los de ahora, los de las “benditas” redes sociales, se emocionan con la misma, es decir con la demagogia del presunto, presuntuoso y presumible nuevo régimen.
En resumen, no hay nota. Debía saberse: las máscaras son un disfraz. Más de lo mismo. Sin novedad. En el mejor de los casos, para quienes no lo vivieron ni lo han estudiado ni leído ni platicado con sus mayores, la novedad es la máscara.