Leo con asombro la opinión de Ricardo Raphael en torno al segundo debate presidencial: El Bronco triunfó porque los otros candidatos quisieron “imitarlo y estar a su nivel”.
El Bronco es un político profesional. Hace décadas tomó la decisión de apostar por luchar contra los partidos políticos. Ha construido esa carrera desde la base municipal, siguiendo por la estatal y finalmente, ha llegado a candidato presidencial. En ésta no está en la competencia real ni aspira a que su partido -pues no tiene uno- obtenga trozos del pastel del presupuesto.
En ese sentido, la apuesta independiente de El Bronco no lleva doble agenda. Es él y nada más que él. Por lo tanto, el tono de sus comentarios no está limitado por tensiones al interior de una organización política. La situación de los otros candidatos es muy distinta.
Meade, cada vez que critica a sus competidores debe cuidarse de no pintar un óleo en el que también puedan identificarse a Peña Nieto o a Videgaray. Sería contraproducente para su campaña y, sobre todo, para su relación con quienes más lo apoyan. Al igual que El Bronco, Meade ha comenzado a utilizar el sentido del humor como herramienta política. Pero, mientras es la base del discurso del primero, el segundo lo usa solo ocasionalmente.
López Obrador tiene tantos socios vergonzosos que prefiere esconderse bajo el manto de que “las encuestas lo favorecen y no va a engancharse”. Pero ese no engancharse no le permite profundizar en los ataques a sus competidores. El costo ha sido que lo superficial de sus críticas a la mafia del poder ha comenzado a cansar. El morenista utiliza el sentido del humor como un escudo, no como un arma ofensiva. Intenta, con sus bromas, desviar la atención de las críticas que le hacen sus adversarios. En lugar de responder, a Ricardo Anaya, esconde la cartera fingiendo que lo hace para que no se la robe. Cuando el tono de los ataques del panista sube, lo llama mentiroso, canalla, Riki Rikín, canallín, pero aquí la máscara jocosa se convierte en sarcasmo amargo y pontificación. López Obrador desvía la atención con su escudo tradicional: su supuesta “autoridad moral”.
Ricardo Anaya también tiene sus filtros. Además de estar rodeado de algunos personajes cuestionables como Jorge Luis Preciado, sus negociaciones con Los Pinos durante la primera mitad del sexenio, produjeron un expediente incómodo que puede ventilarse en caso de que sus cuestionamientos al tricolor al grupo compacto del Presidente sea más agresivo. En cuanto al sentido del humor de Anaya, no se puede decir que lo haya imitado de El Bronco. No, está en el ADN político del panista. Además, el del regiomontano es un humor sin sonrisas, no necesita “risas grabadas” de fondo, mientras que el del queretano es producto de una sonrisa permanente, propia, como dice Rafael Cardona, de la retórica de un “vendedor de aspiradoras”. Lo que no nos dice Cardona es que, justamente esa retórica, puede ser la indicada para conectar con millones de votantes.
Todo lo anterior se refiere al tono del debate. Es decir, volvimos a ver un ejercicio en donde no se profundiza demasiado en las críticas por temor a abrir un abismo que puede tragar al mismo que lo ha abierto. Solo El Bronco se ha atrevido a decir que, de ser necesario, expropiará Banamex como parte de su estrategia para la defensa de la soberanía y alguna que otra ocurrencia radical.
Por lo tanto, López Obrador, Ricardo Anaya y José Antonio Meade, no, aunque quisieran, no emulan a El Bronco en su tono discursivo.
Anaya, Meade y López Obrador cuentan con información abundante -finalmente, la clase política es un mar de chismes- de sus rivales. Pero temen que al abrir el cofre del tesoro se encuentren con la caja de Pandora. Así, los ciudadanos seguimos sin enterarnos de la mayor parte de los grandes escándalos de todos los competidores; seguimos con una perspectiva bastante superficial de lo que realmente se están jugando los candidatos, sus equipos, sus partidos y sus contratistas.
Dado que los candidatos importantes no pueden tratar seriamente la mayoría de los temas por temor a lanzar una bola de lodo que en el camino se convierta en un boomerang, han comenzado a buscar escándalos de cosas que no lo son.
¿Desde cuándo estudiar en el extranjero es una vergüenza? ¿Desde cuándo tener una beca de CONACYT es una ignominia? Ricardo Anaya quiso, con estas descalificaciones, convertirse en más nacionalista que López Obrador. ¿Gustará eso a su base panista? ¿Atraerá así a los indecisos?
El candidato panista considera que ha sido atacado injustamente por su modo de vida. Tuvo dificultades para comprender que se le tachara de corrupto por hacer “buenos negocios”. El hecho de que no se haya demostrado que los ha realizado con dinero público lo vuelve, hasta cierto punto, aceptable para millones de mexicanos y, sobre todo, para la base panista y empresarial. Pero inaceptable para otros millones y ese es un elemento clave que no le ha permitido despegarse de Meade y acercarse a López Obrador en las encuestas.
Sin embargo, Anaya aprendió algo del escándalo de las bodegas: hay información que, aunque no sea claramente incriminatoria puede provocar heridas políticas. El blanquiazul juega ahora a usar información inane en contra de Meade y convertirla en la “gran traición a la nación”. Cree que le da un chocolate de su propia medicina a Los Pinos. El tiempo dirá quien la tomó.
En cuanto a sus ataques a López Obrador, Anaya tiene un elemento importante. Ha puesto el dedo en la llaga en dos momentos del debate: al afirmar que López Obrador es un “espantainversiones”, algo que documentó con las cifras de los bajos niveles de inversión en la Ciudad de México cuando López Obrador la gobernó; y cuando desmintió la información que el morenista presentó para defenderse; por si esto fuera poco, demostró en este revire que los bajos niveles de inversión habían producido altos índices de desempleo.
No se trató solamente de una guerra de números. Sino de una total ridiculización. Cuando el candidato de Morena mostró su cifra de los 37 mil millones de pesos de inversión del año 2000 al 2005, Anaya le explicó lo que sus propios asesores no pudieron explicarle: que debía restar los montos de la venta de los bancos. El panista montó un trampa y López Obrador cayó. El rostro del morenista se descompuso a niveles que no se habían visto en la campaña. Y si el público no lo notó, el panista lo enfatizó: “serénate, como tú mismo dices”.
¡Anaya convertido en López Obrador! ¿Podrá realmente vencer a su rival mimético?
Eso no es todo. El blanquiazul también ha querido ser Meade. Busca presentarse como el candidato “mejor preparado”, el de las propuestas con fundamento. Ha dicho que, con López Obrador comparte el diagnóstico de los males de México, pero que no está de acuerdo con sus propuestas, porque les falta una mejor elaboración. Es decir, desea verse más tecnócrata que Meade.
El priista fue, en el segundo debate, el más consistente en sus propuestas. Pero para ser presidente hay que ganar las elecciones. Y las elecciones se ganan, sí, tristemente, con imagen, no con ideas. Y la imagen que el electorado tiene de Meade es muy simple: representa la continuidad de Peña Nieto. En ese sentido, él está obligado a algo que parece imposible: rescatar la imagen del Presidente. El político que no lleva a cabo un parricidio, así sea simbólico, está obligado a cargar los vicios de su padre pero no sus méritos. Como enseñan los clásicos de la Grecia Antigua, cuando se habla de los políticos, el pueblo es más propenso a creer los chismes malos que los buenos.
La mala noticia para quienes no quieren que López Obrador gane la elección, es que Meade ha hecho un debate demasiado bueno. Esto contribuye a que Anaya no se consolide en el segundo lugar. ¿Veremos una recta final en donde el segundo y el tercero seguirán peleando agónicamente mientras el primer lugar se les escapa?
Ni Meade ni Anaya cejarán en su empeño, no habrá voto útil contra Morena. ¿Les alcanzará al PRI o al PAN con los indecisos y la maquinaria del sistema gubernamental?
Jorge Federico Márquez Muñoz. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Doctor en Ciencia Política, ganador del Reconocimiento Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en el área de Docencia en Ciencias Sociales. (2012) y es autor, entre otros, de los libros: Envidia y Política en la Antigua Grecia, Más allá del Homo Oeconomicus y las Claves de la Gobernabilidad.