Especial dedicatoria y agradecimiento a todos mis maestros que de alguna manera, cambiaron mi vida y a todos aquellos que continúan en la lucha de educar.
Ser maestro es una tarea difícil. Lo es más en estos tiempos en los que uno sabe que puede guiar a sus alumnos pero que el hacerlo, puede traernos malas consecuencias. No entiendo el momento en el que los padres de familia se empoderaron y la escuela se convirtió en un comercio cualquiera donde la premisa básica es; “yo pago la colegiatura, por lo tanto, tu, maestro, haces lo que yo diga”. No generalizo pues aún existe la esperanza de aquellos padres de familia que educan a sus hijos en casa para ser el futuro de nuestro país y reconocen y respetan nuestro trabajo.
Ahora muchos maestros dudan si deben atreverse a hablar con un adolescente, pues ellos reciben como herencia ese poder de sus padres, y les permite entonces, tener una actitud prepotente que antes no podía existir. Las instancias de gobierno prohíben que se repruebe a alguien por las razones que sean. Todos pasan de grado no importando si el niño cumple con los requisitos académicos mínimos necesarios o con la madurez para enfrentarse a lo que sigue.
Hoy, los padres pueden negarse a forrar cuadernos, pueden exigir que no se le regañe a su hijo, solicitar cambios de calificaciones y amenazar si no se hace, y llamar a la dirección con quejas estúpidas reclamando tonterías.
En este contexto, para un maestro cariñoso y no sólo preocupado, sino ocupado de sus alumnos, es más difícil saber que uno de ellos puede ir en mal camino, e intentar hacer algo, pues lo que sea, será sordo para su familia. Por ejemplo: no me explico cómo es que una adolescente que se dedica a violentar a sus compañeras a través de la divulgación de fotos y burlas públicas cotidianas en las redes sociales, pueda tener amigas. Lo peor es escuchar a sus “amigas” hablar mal de ella continuamente, que ellas vivan con miedo y que, por más que se les diga, no tengan el valor de separarse de ella. Esa adolescente niña, pues aun lo es, que puede presumir cosas que hace y no son ciertas e inventar historias de otras para lastimarlas y hacer que se queden solas. Eso sin mencionar todas las fiestas de fines de semana a las que se auto- invita y después presume besarse con varios y terminar alcoholizada con su “mala copa”. Es ese poder del “bully” que las demás permiten. Podrán decirme que esto ha sucedido siempre. Sólo que ahora, el extra delicado, es no darse cuenta que por un chisme barato publicado en las redes, pueden afectarle la vida a alguien. El miedo es el enganche a lo malo. Sus “amigas” juntas pueden hacer la diferencia y ponerle límites de respeto pero en esa edad, es difícil valorar la verdadera amistad. Lo peor radica en que para los padres de la adolescente en cuestión, su hija es y será lo máximo, incapaz de hacerles daño a nadie y los maestros “no sabemos de lo que hablamos”. Sólo nos queda la impotencia de saber que tendrá un camino equivocado al vivir en sus mentiras y engaños, y que al final, terminarán por lastimarla, y esperar que eso milagrosamente no suceda.
¿Qué hacer? Los maestros estamos atados de brazos. Los padres no aceptan la realidad, no quieren escuchar ni hablar, para ellos todo está bien y sus hijos son perfectos… debemos ver a la distancia cómo viven su mundo de fantasía, en el que se salvan aquellos que tienen una estructura familiar sólida que les permite salir adelante. Es penoso conocer grandes maestros que han dejado la docencia por no aguantar las intromisiones de los padres de familia y el empoderamiento altanero y prepotente de sus hijos.
La comunicación entre padres e hijos es cada vez más distante. No es todo culpa de las redes sociales; son los padres quienes prefieren que sus hijos se enchufen en ellas por su comodidad y para no verse obligados a darles tiempo de calidad. Al parecer es mejor no saber qué hacen, con quién hablan ni con quién salen, poniéndolos en un riesgo constante en un mundo no sólo virtual.
Como resultado, la apatía es lo nuevo en los estudiantes universitarios. Recuerdo con emoción lo que para nosotros era llegar a la universidad y estudiar lo que finalmente queríamos. Ahora, van a clase, no hacen tarea, y si les pides que se salgan del salón, juegan cartas en el pasillo. Viven una adolescencia tardía que no les motiva a fijarse metas al preferir estar bajo el financiamiento y comodidad de casa.
No se puede generalizar. Aún hay muchas familias en las que sus hijos son personas de bien, con un interés constante y motivado a hacer algo bueno de sus vidas. Como maestra, lamento que esos casos son una minoría en peligro de extinción.
¿Hacia dónde vamos? Hay mucho por hacer. Pero… ¿cómo?
Citlalli Berruecos. Tiene estudios de Sociología en la UNAM y la Universidad Complutense de Madrid, España. Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesa, UNAM. Maestría en Educación con especialidad en Educación a Distancia, Universidad de Athabasca, Canadá.