Siguiendo la idea del concepto micromachismos (Luis Bonino, 1991), que señala esas prácticas machistas de baja intensidad, que por sutiles y comunes no llegan a verse y que forman la base de machismos mayores y violencias de todo tipo, hablaré de un apunte mínimo para pensar en los microclasismos, que serían entonces prácticas comunes y casi desapercibidas de cómo nos dirigimos a los otros u otras a partir de una diferencia de clase, ya sea que la tengamos más o menos consciente.
Nuestro sistema de salud, y la cultura que lo sostiene, tiende a poner al profesional de la salud en un estatus muy superior al usuario. La imagen de este profesional es la del que sabe todo sobre quien consulta y el consultante o “paciente”[1] no sabe nada. Estas nociones han ido cambiando en los últimos años con concepciones más modernas de la relación médica y con la introducción, gracias a la bioética, del consentimiento informado. Sin embargo, sigue siendo predominante una relación vertical entre médico-paciente, especialmente en los servicios públicos.
Cuántas veces hemos oído este clásico: “el doctor me regañó”. ¿Por qué nos parece tan natural que un médico o médica pueda “regañar” a un paciente? Primero porque el médico es una de las imágenes más representativas y simbólicas de un sistema patriarcal: el hombre blanco, ilustrado que encima tiene el magnífico “poder” de curar y salvar nuestras vidas. A la ciencia de estos profesionales se han agregado atribuciones que van más allá de sus saberes (limitados, como los de todas las ciencias), alimentados también por un paternalismo. Se les pregunta, por ejemplo, cuándo o si deben decirle a un familiar que tiene cáncer; cómo deben tratar ciertas cuestiones de crianza o si creen que un hijo debería usar un piercing. En estas preguntas no hay información médica, les hacen preguntas de orden ético o psicológico o emocional, aunque no sea su especialidad. Y los médicos también se sienten en obligación de responder o de saber la respuesta; y de tanto que unos preguntan y otros contestan, creemos que todo eso abarca las funciones de un médico o médica.
“Regañar” es también una atribución paternalista y patriarcal de quien está convencido de su papel superior, no solo de conocimiento sino también moral. Y porque la “normalidad de ser regañados” es una de las premisas más extendidas de nuestra cultura autoritaria. La gente “solo así entiende”, es la creencia generalizada, y quien está en una posición superior, “tiene ese derecho”.
Esta situación de pacientes tratados como menores de edad está triste e indignantemente extendida en nuestros sistemas de salud públicos. Regaña el médico o médica, la enfermera o enfermero, el o la de la ventanilla 1, 3 y 7, por lo que los y las usuarias terminan enamorándose de quien sea que los trate bien. Y agradeciéndolo como una excepción (y bendición) y no como lo que normalmente deberíamos esperar.
Esta cultura autoritaria reproducida en el sistema de salud pública está basado en una diferencia de clase, la clase profesional-superior, frente a usuario-inferior, porque además es probable que en estos sistemas se intersecte la clase, el nivel educativo, el socioeconómico y todos los otros que agregan discriminación.
Combatir la discriminación pasa también por reconocer estos microclasismos. Agrego la crítica al concepto de micromachismos, que también aplica, porque finalmente no son micro, sino que son sistemáticos y generalizados, lo que sucede es que de tan extendidos los vemos como normales. El derecho al buen trato no puede depender solo de las buenas personas con las que los usuarios se topen en estos sistemas, sino que debemos construir una cultura de respeto a los consultantes que saben mejor sobre sí mismos que nadie más; por el derecho de estos a cuestionar, tener información y ser tratados con igualdad y dignidad, como derecho, no como concesión.
[1] Por cierto que su origen etimológico tiene que ver con sufrimiento y paciencia, pero no con pasividad, como a veces se cree.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.