«EL RELATO»: Mejor, me baño - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Mejor, me baño

Lo mejor era bañarme. La llamada me puso en alerta. El agua caliente me relajaría. ¿Qué era eso?, ¿se estaba despidiendo?

Abrí la llave de la regadera. Era urgente que la desarmara y la pusiera en vinagre porque la mitad de los agujeros estaban tapados. Yo también ya sólo creía en la mitad de sus malestares. Había una tendencia al chantaje. “Mi hijita, –dijo con esa voz temblorosa de los octogenarios- te comunico que iré al doctor porque me dan espasmos; en el metro me quedo sin aire y el pulso se me baja, tengo que esperarme hasta que me recupero y luego ya camino a la casa, parece que me tienen que operar…”.

Fría… el agua era un hielo. Encuerada, salí del baño y corriendo de puntitas fui hasta el patio. Revisé el boiler. Prendido. Regresé al baño, impaciente. No alcancé a reaccionar. “Pues sí eso necesitas, que te operen”, respondí tajante y de inmediato me dio culpa. Esa manía que tengo de defenderme todo el tiempo, bloqueando cualquier intento de dominio.

“¡Ay!”, me quemé las yemas de los dedos cuando probé de nuevo la temperatura del agua. Abrí la llave fría, me metí a la regadera y esperé hasta que sentí la tibieza en mi piel, casi en el alma… Como cuando niña. Me metía entre las cobijas y mi papá se sentaba a mi lado para inventar un capítulo más del cuento que le valió la fama –para mí: “La papa caliente”, sobre un niño que con tal de no comerlas, escondía las papas debajo de la cama. No sé por qué me intrigaba esa historia.

-Anda, cuéntame qué le pasó a Juanito.

Y mi padre, con paciencia y voz de misterio tejió noche a noche palabras que me hacían reír, también enojar porque a veces era francamente inverosímil. Divertido y descubierto, me daba un beso en la frente y concluía la sesión. “Bueno, bueno, a todo esto, ya deberías estar dormida”, decía poniéndose en pie a modo de despedida, dejándome a oscuras y en suspenso.

Lloré. El shampoo se me metió al ojo. Me descubrí tallándome la frente como si fuera parte del cuero cabelludo. “Pues ¿cómo no vas a sentir irritación?, torpe, fíjate, carambas”, me regañó mi voz interna, tomando frases de mi infancia. Frases suyas, ahora mías.

“Carambas, muchachita ésta”, me reprendía mi padre. Mis hermanos y yo, hicimos burla permanente de sus palabras, imitándolo. Él nos veía, serio, como no comprendiendo de dónde habían salido esos monstruos a quienes llamaba hijos y para quienes la palabra “respeto” tenía un significado muy diferente al que le daban en los años treinta, la década en la que nació y creció.

A fuerza de cinturonazos, sanciones y otros métodos correctivos, herencia de mi abuela, terminamos por responder a sus preguntas con un “sí, señor”, “no, señor”. Mi padre logró que lo respetáramos o ¿le temíamos?

El jabón se me cayó de las manos y me golpeó el dedo gordo del pie derecho. Bufé al recogerlo. Con parsimonia tomé el estropajo y me tallé el cuello, los hombros, la cara. “Las muchachitas decentes no se pintarrajean”, sentenció enfurecido cuando me vio maquillada por primera vez. Me obligó a lavarme la cara. Yo estaba furiosa. Era un insulto velado. ¿Por qué esa insistencia en juzgarnos, en atemorizarnos? “Como si él hubiera sido un santo”, me dije mientras tallé los cachetes con enjundia. Sentí calor. Di media vuelta para quedar de nuevo frente a las llaves de la regadera y chequé la temperatura. Seguía tibia.

“Concéntrate, niñita, ¿no ves que estás desperdiciando agua?”, regañó mi juez.  Enjaboné el estropajo y reanudé la higiene sobre la panza, el vientre del que nunca salieron los nietos que tanto esperó. Marchito, vio cómo su pequeña hija nunca logró lo que él tampoco: un hogar estable, una familia que trabajara “en equipo”. Lo intentó todo: dio órdenes sobre la forma en que debíamos llevar nuestra vida… la niña aprendió que la sumisión perpetua no le daría felicidad; consejos a los que la joven respondió con ladridos para delimitar su espacio, para insistir en su libertad aunque a veces, ya en su casa, sola, asumiera con vergüenza que su padre tenía razón; después, silencio, palmadas suaves en la espalda en señal de apoyo para la mujer que no atinaba a encontrar un momento de paz; una adulta que en el momento más inesperado sintió la mano arrugada y pecosa sosteniéndola con firmeza.

La palma de la mano se pegó como ventosa a los azulejos. Por poco caigo. Me estaba tallando la planta del pie derecho con la piedra pómez. Mi izquierdo nunca ha sido ejemplo de equilibrio. Cuando apoyé el pie que había estado en el aire sobre el piso mojado, aullé de dolor. Quité no sólo los cayos, sino la piel. No me di cuenta que el talón estaba en carne viva.

Respiré profundo. “Atención”, sugirió mi juez. Tomé la rasuradora, aguanté el ardor en la planta derecha y comencé a deslizar el aparato desde el tobillo hacia la rodilla en línea recta, trazo suave, ejerciendo la presión exacta para no herirme.

Mi padre usaba rasuradora eléctrica. Lo descubrí un domingo porque los otros días de la semana nosotros salíamos a la escuela muy temprano. Pero los domingos, él se movía con mayor lentitud y placer. Después del desayuno, elegía con cuidado un disco de música clásica, tomaba el periódico acomodándose en un sillón individual de la sala, se ponía unos lentes de gran aumento y leía con un café negro, muy caliente en mano.

A veces me escondí detrás de alguna silla para espantarlo. Él fingía no verme, bajaba un poco el periódico dejando al descubierto los ojos que se veían enormes detrás del lente, esperando la travesura.

Cuando se ponía en pie, trepé por su pantalón jugando al palo encebado hasta colgar de su cuello. Sin piedad, como si su cabeza fuera de goma, la giraba con fuerza de un lado al otro. “Ve a ver qué hace tu madre, anda”, y yo obedecía, en ese tiempo, todavía obedecía. Así, sonriente y adolorido, se libraba de la niña-salvaje que tenía por hija.

Ese hombre fuerte, alto, dominante, ahora era un señor sereno, encorvado y flaco que más que una operación, reclamaba compañía. Igual que yo, sólo que él con 40 años más a cuestas, ¿no podía entenderlo?

-¡Ouch!- y vi el agua corriendo sobre mis muslos en un tono rojizo. No sé cuántas cortaduras me hice en las piernas.

“A ver, cálmate. Quizá es sólo una falsa alarma…”, intentó conciliar mi juez cuando se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.

El teléfono sonó y apresuré mi salida de la regadera.

Me enredé la toalla en el cuerpo y salí con el cabello empapado, dejando charcos por donde corrí para alcanzar la llamada.

Era mi hermano. “Sí, voy para allá”.

Saqué algo de ropa negra del clóset. Me entretuve como diez minutos pensando que no tenía brassiere negro hasta que noté el temblor en todo el cuerpo. Frío. No sé dónde tiré la toalla. El cabello escurría gotas saladas sobre mi cara, formando lo que me pareció un lago alrededor de mis pies.

Frío, mucho frío. Me puse el suéter que me regaló mi papá, como siempre, tres tallas más grandes que la mía, porque nunca perdió la esperanza de que en algún momento ganaría peso. Fui a la cocina a prepararme un café. Bebí despacio, todavía pensando por qué no tenía brassiere negro que era lo que en ese instante necesitaba.

-¡Basta! Te tienes que ir-apuró mi juez.

-Sí, cierto… pero creo que mejor, primero me baño.

 

 


Diana Teresa Pérez. Narradora. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.

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