Toda la vida había escuchado frases como “puedes perderlo todo, menos la fe” o “los ojos son la mirada del alma”, sin embargo, hoy acabo de comprender su profundo significado en los ojos de niños indígenas y en el rostro de adultos mayores, que evidencian una vida dura y llena de carencias.
Para llegar a Tlaltenango, Zacatecas y Villa Guerrero, Jalisco, encontrar a los indígenas wixárikas que fueron desplazados de la Sierra y que viven temporalmente en albergues proporcionados por sus mismos compañeros Testigos de Jehová de la región, tuve que recorrer 237 kilómetros llenos de curvas peligrosas, caminos de terracería y otros en reparación.
La mañana estaba fría, la flora de la región quemada por las bajas temperaturas. Tras cuatro horas en carretera, ahí estaban ellos, nueve familias con casi 50 miembros, pequeños y grandes, huraños y expectantes. Nos saludamos. En eso una niña corre y me abraza, como si nos conociéramos de tiempo atrás, su hermanita me da los brazos. Le acaricio la mejilla y entonces su madre sonríe. Poco a poco me gano su confianza. Saco de mi bolso cuatro carritos de colores llamativos y se los regalo a los niños. Rápidamente se van a jugar con ellos.
Yo observo a esos 23 pequeños enfrentar el frío con la vestimenta tradicional wixárika y sus huaraches desgastados. En sus caras hay manchas blancas que evidencian carencia de nutrientes, su alimentación es prácticamente maíz, agua y sal. Luego de unas horas, escucho de sus vocecitas y sus ojos llorosos, cómo enfrentaron un desalojo violento de sus hogares en la Sierra, aferrándose a su fe, es impactante. Ellos expresan que tenían temor de una turba enfurecida que estaba destruyendo sus casas y sacando a rastras a sus madres de los cabellos para congregar a todos los que habían adoptado religiones cristianas (Testigos de Jehová y Bautistas) y expulsarlos del territorio.
Pero el miedo más grande es que un mal golpe alcanzara a don Severo, el más viejo de todos, que tiene 75 años de edad. Fue entonces cuando cambió la voz de Diego, de nueve años de edad, su respiración se hizo más rápida, su boca se secaba y sus ojos se enrojecieron y se llenaron de lágrimas: “Sentí temor. Yo oré a Jehová y ya no sentí temor, tuve valor”, me relató, para entonces me había dado su mano. Al final, él me abrazó y colocó su cabeza en mi hombro. Ahí, reconozco que me derrumbó, había olvidado lo que era un corazón infantil transparente que antes de su bienestar se preocupa por otro que considera más vulnerable.
Beatriz, de 23 años de edad y madre de tres niñas, explica en su lengua materna, cómo entre reclamos por su nueva religión, fue sacada a empujones de su casa, traía una maleta con sus pertenencias, especialmente ropa para ellas. Pero “no quise soltar a mi niña (de brazos)”, así que soltó la maleta. Salieron solo con lo que traían puesto. Ese día, los niños lloraban, preguntando por qué hace eso la gente. Nada los podía consolar.
A pesar de que perdieron todas sus pertenencias, su hogar y su forma de vivir, no se arrepienten de abrazar su nueva fe y están confiados en que podrán adaptarse a una nueva vida. Los adultos mayores también tienen miedo, ellos están conscientes que ya no tienen la fuerza de antes para comenzar de nuevo, no saben vivir fuera de la Sierra.
En el pueblo donde están algunos, tiene más de 5 mil personas, ellos no habían visto “tanta gente” ni “tantos coches”. Las mujeres extrañan el sabor de las tortillas hechas a mano: “las de la tienda no saben igual”. Anhelan con regresar a su tierra, pero no lo hacen porque su integridad peligra, ya que no son bien recibidos porque ya no participan en festividades tradicionales, ya no consideran al venado su Dios, ni consumen peyote porque les genera alucinaciones, su conciencia “no lo puede soportar”.
Serán las autoridades quienes determinen el futuro de estos wixárikas, su reubicación quizás. Hay un conflicto legal, pues por un lado, la legislación estipula el respeto a los usos y costumbres de los pueblos indígenas, pero por otro lado, una garantía individual de todo mexicano es la libertad de culto.
Luego de convivir por más de ocho horas con ellos, es tiempo de regresar a casa, mientras observo el paisaje de maizales dorados y árboles de nopal, no dejo de pensar en los diferentes Méxicos que tiene nuestro territorio, como para ellos su más valiosa posesión es la fe y especialmente cómo siendo tan pobres, se puede ser tan ricos al mismo tiempo.
Adriana Luna. Periodista multimedia con 25 años de ejercicio profesional. Secretaria de Acción Femenil en el Sindicato Industrial de Trabajadores y Artistas de Televisión y Radio, Similares y Conexos de la República Mexicana, (SITATYR) sección Guadalajara. Secretaria General del Club de Periodistas de Jalisco. Curiosa en todo, experta en nada. Mujer antagónica en sí misma, con el corazón parecido a la Madre Teresa y con un genio como el de Margaret Thatcher. @adrianalunacruz