…Caminó hasta su casa, como ebria. Hacia las seis de la mañana llegó y ya no se acostó sino que se quedó sentada a la mesa del comedor.
—Mamá, ayúdame, ayúdame—pidió en voz alta. Miró alrededor, los muebles que nunca cambiaron más que ese día de la mudanza, hacía treinta años. ¿Dónde vivía antes?
No tenía las imágenes muy claras, pero hizo un esfuerzo. Era una colonia a las orillas del pueblo. Era una casa o un departamento quizá, sí, era un departamento… y más grande, sí. ¿Por qué se habrían cambiado a una casa tan chica? Allá ella tenía su propia recámara. Estaba frente a la cocina; la de su madre, estaba al fondo. Había una sala y un comedor a la entrada.
Ella tenía una cama, como la de ahora, con un pequeño buró a un lado en el que ponía su muñeca. El buró tenía un cajón. Se iba a dormir alrededor de las ocho de la noche, antes de que su mamá llegara del restaurante en el que trabajaba como mesera, como a las doce de la noche.
Norma detuvo el recuerdo, no porque ya no lograra recuperar imágenes, sino porque de pronto, todas llegaron al mismo tiempo, escenas que no quería rescatar pero ya era tarde.
Al acostarse le daba un beso a su muñeca y apagaba la luz. Adormilada escuchaba la puerta. Los sentidos alerta. Los pasos acercándose. El tío Ramiro asomado a la puerta de la recámara. El tío de bigotes espesos y oscuros, con botas tejanas, cinturón de hebilla de caballo en relincho y llavero de herradura, dando pasos pesados hasta sentarse sobre la cama. Las manos morenas y grandes acariciaban el cabello infantil con suavidad y luego, de un tirón, jalaba las sábanas y se tumbaba con ella, dentro de ella, con violencia, haciéndola gritar. Nadie escuchó nunca.
Esa era la segunda visita del tío, la primera la hacía por la mañana, para saludar a su hermana y decirle que estaría al pendiente de su sobrina, que qué bueno que tenía copia de las llaves por cualquier emergencia, emergencia que aparecía de noche, emergencia por saciarse con la menor, una y otra vez, desde que tenía siete años.
Norma le contó a su madre. No escuchó. No quiso. Sólo hasta esa noche en que llegó a su casa, agotada como de costumbre y descubrió a la niña llorando al borde de la cama sobre la que había un cuerpo ensangrentado. Norma había sacado un cuchillo de la cocina que puso a un lado de la muñeca. El tío, ya en la rutina nocturna, no reparó en el utensilio—arma y se tumbó como de costumbre pero ya no cayó sobre el vientre suave y breve de la niña, sino sobre una punta filosa que se le encajó a la altura de la ingle, que luego salió con fuerza y volvió a encajarse atravesando ahora el hígado y luego músculos de la espalda.
Norma se detuvo. No pudo recuperar más. Sólo a su madre, mucho tiempo después, ya en esa casa, sentada ante esa misma mesa, limpiando frijoles, diciéndole, sin quitar atención a su labor, como respondiendo a una pregunta –que quizá la adolescente formuló— que su tío había muerto de un infarto, en el tono que tienen esas pláticas familiares amigables y que pasan de un tema a otro sin casi notarse.
Lloró toda la mañana. Por momentos obtenía una imagen aquí y allá: su madre asustada, noche tras noche. Nunca más durmió sola. Por alguna extraña razón, que no se explicó hasta esa mañana, se empeñó en ser policía. Quería proteger a su madre, aunque nunca pasó de vigilante.
El despertador sonó. Se metió a bañar, se puso el uniforme y mientras iba camino al Palacio, lo decidió.
Cerró el enorme portón de madera, se sentó al pie de la escalinata y llamó a Beto, que con el aire un poco más suave que de costumbre sopló tranquilo a un lado de ella y ahí se quedó.
—Vamos a platicar con mi tío Ramiro que creo que es el que anda por aquí rondando. ¿Cómo no lo has visto, Beto?—y el fantasma no respondió, sólo sopló un poco más fuerte, casi como un suspiro.
—Tío, tío Ramiro. Soy yo, Norma—y la voz se le quebró, pero tragó saliva y continuó—Tío, sé que yo te maté, ahora lo recuerdo—y tuvo que detener el discurso porque Beto empezó a soplar con fuerza, como si estuviera sorprendido, voló por todo el patio central—Beto, déjame terminar que esto es importante. Tío, perdóname—y lloró amargamente—por favor, pero tienes que reconocer que me hiciste daño, por eso te maté, porque ya no soportaba—y Beto sopló con más fuerza pero Norma no se detuvo—tienes que comprender, tío, para que te vayas en paz y yo también encuentre la mía.
Beto se detuvo de pronto. Norma lo notó, se tragó las lágrimas y se quedó en silencio.
Escuchó una risa al fondo, primero taimada, como escondida. Beto silbó apenas y luego el silencio. La risa se convirtió en carcajada, pero no era una carcajada de fantasma, ésta provenía de un solo punto, su sonido no viajaba libremente, sino que rebotaba en las paredes, era un sonido sólido, real.
Beto sopló de nuevo pero esta vez se dirigió hacia arriba.
Norma no podía más. No se movió, estaba aterrada. Beto regresó por ella, desatando un viento fuerte que obligó a la guardia a ponerse en pie y a seguirlo escaleras arriba. El fantasma abrió de golpe el salón Banderas y se detuvo también de golpe cuando vieron el salón hecho pedazos, las banderas desgarradas, las sillas volteadas, los cuadros rotos. Beto deambuló por el salón. Norma, impresionada, lo siguió con la mirada. Su compañero corrió una de las cortinas y puso al descubierto el origen del desorden.
Era él, Ramiro, que palideció por un momento al darse cuenta de que la cortina se movió sola, pero enseguida dio dos pasos, largos y firmes con sus botas tejanas, hacia Norma que no pudo correr, las piernas no le respondieron.
—¿Con que ya te acordaste?—le preguntó el tío. Su cara a menos de un centímetro de la Norma. Su enorme mano, callosa y delgada, sujetándola por el cuello. El olor a pulque y tabaco conocido. Los ojos oscuros y sin brillo, ahora enmarcados por gruesas y profundas arrugas, observándola fijamente.
—No me morí, chiquita, me dejaste vivo. Salí del hospital y no las pude encontrar. Pero ya regresé y vamos a recordar viejos tiempos, Normita.
Ramiro había envejecido. Ya no era tan alto como Norma recordaba, seguía siendo delgado y fuerte porque en un segundo la lanzó sobre la mesa empolvada de madera y se aventó sobre ella. Beto, asustado, giró con fuerza, como un huracán alrededor del salón.
“Tú estás muerto”, susurró Norma, lánguida sobre la mesa. Los dedos de Ramiro desabrochando la blusa del uniforme, revelando que venía a cobrarse las puñaladas.
A sus casi sesenta años ya no era tan hábil. Necesitaba de las dos manos para ir liberando botón por botón y se enfurecía cada vez más por ese maldito viento que no lo dejaba actuar en paz.
Norma le dio un rodillazo en los testículos, se lo quitó de encima y con el tolete le empezó a dar sobre el cuerpo, un cuerpo que ella recordaba más pesado, muy pesado y que ahora veía frágil, seco.
Ramiro intentó incorporarse, pero el toletazo cayó sobre su cara. Después lo sintió en las costillas, el estómago, golpes cada vez más fuertes, una y otra vez y otra vez.
Sí, el tolete era suficiente, pensó Norma mientras arremetía con el palo y, con furia, terminó el acto que de niña, con cuarenta kilos menos y muchas más ilusiones, no pudo concluir.
Pegó y pegó hasta que sus propios brazos ya no respondieron, hasta que escuchó el silbido de Beto como un llanto y luego la envolvió suave y la dejó sentada sobre el piso de madera salpicado de sangre, exhausta.
Esta vez, la policía llegó casi de inmediato. Le disculparon la violencia excesiva porque reconocieron que había estado bajo tensión los días anteriores. Además, ¿quién iba a reclamar el cuerpo de un viejo ladrón prófugo? Que ellos supieran, no tenía familiares.
A Norma le dieron dos días libres. Se despidió de Beto envuelta en llanto, le agradeció y no le importó que sus compañeros policías la vieran como a una loca mientras vociferaba al aire y repetía “gracias, gracias”.
A su regreso la asignaron, por fin, después de quince años de servicio, al turno matutino, en el Palacio Municipal. No llegó sonriente. Beto no aparecería de día. Estaba tensa, el tumulto de personas que entraban y salían a hacer trámites, entrevistas, visitas guiadas, la puso nerviosa.
Entre el gentío logró distinguir un llavero de herradura que parecía caminar solo. Sudó frío y corrió hacia él. De un jalón, lo sacó del bolsillo del pantalón brilloso de tanto uso. El hombre violentado, volteó con enojo y extrañeza. Era un ganadero que reclamó por el abuso de autoridad. Norma ofreció disculpas, no sólo ese día sino otros cinco más en que vio flotar hebillas, botas tejanas, bigotes oscuros y espesos.
Sus jefes le ofrecieron un ascenso más, eso le dijeron. Norma respiró aliviada. La destinaron a otro edificio en el centro, una casona antigua con las paredes todas en blanco, pisos de mármol negro y blanco, personal vestido de blanco, una fuente al centro, prendida. Una mujer alta y robusta la acompañó a su habitación, ubicada en el ala poniente, el pabellón número nueve, se leía en el letrero del pasillo, destinado a pacientes con trastorno de personalidad paranoica.
Diana Teresa Pérez. Narradora. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.