—A mí no me asusten, aquí voy a estar trabajando un rato así que llevemos la fiesta en paz, ¿de acuerdo?
Cualquiera pensaría que Norma había enloquecido, preguntando y amenazando al aire en su primer día de guardia en el Palacio Municipal de Santiago Torres, un pueblo que peleaba por hacerse llamar ciudad, pero que no tenía los servicios ni el número de habitantes que justificara tal designación.
Ahí estaba, parada en medio del patio central del imponente edificio de cantera rosa de dos pisos, con marcos sencillos de madera y una puerta principal de casi tres metros de altura, más digna de la época barroca que de la porfiriana en la que fue construida.
El cielo oscuro, como fondo de un sinfín de estrellas, la observó vociferando a un lado de la fuente que, a esas horas, había sido apagada. Sólo estaba ella. Ella y los fantasmas a los que dirigía la advertencia.
No era la primera vez que la remitían a un edificio de gobierno como guardia nocturna y tampoco la primera vez que tendría que lidiar con los fantasmas que le contaron que aparecían durante la noche en el lugar. Después de varios sustos en edificios similares, decidió que la mejor forma de pasar las diez horas de vigilancia –de ocho de la noche a seis de la mañana— era la comunicación abierta con ellos.
Sí era la primera vez que la transferían a ese edificio. Una especie de ascenso. El inmueble era símbolo de la grandeza de la comunidad, guardaba la historia de innumerables acuerdos firmados por políticos nacionales e internacionales que caminaron firmes y presurosos por sus pasillos de mármol blanco y negro; también la huella de los pasos cansados de cientos de indígenas, madres solteras, campesinos, migrantes y demás personas que a diario necesitaban hacer un trámite, recibir una asesoría.
Norma era eficiente y por esa razón la trasladaron al Palacio. Lástima que ya no le pudo contar a su madre, su única compañera, porque había muerto cinco años atrás. Estaba orgullosa de sí misma y en ese, su primer día, luego de advertir a los fantasmas, se sentó sobre la fuente con su taza de café recién hecho y les platicó de cómo llegó hasta ahí.
—Verán, soy muy disciplinada, nunca me quedo dormida, me la paso haciendo rondines. Jamás he hecho una fiesta en las guardias asignadas como hacen algunos compañeros, ni meto al novio –que ni tengo, hace tanto tiempo que no tengo novio, ¿quién va a querer a una cuarentona, gorda, que en las mañanas duerme y en las noches trabaja?, bueno, pero eso a ustedes no les importa. Les decía, que no meto al novio, ni hago desmanes. Por eso me pusieron aquí. Voy a ganar un poquito más de sueldo. Espero que ya me alcance para ir de vacaciones. Quiero ir a la playa porque no la conozco. Dicen que es muy bonita. Mi mamacita quería ir, pero por unas u otras no se pudo.
No acabó de decir la frase cuando vio caer, a un solo tiempo, decenas de hojas de los enormes árboles ubicados en el patio seguidas de ese aire helado que anuncia la llegada de un fantasma. Palideció. Aunque siempre cortés con ellos, no dejaba de temerles.
—Me llamo Norma Aguirre Gómez. No sé cómo te llames, no quisiera oírte, pero quien quiera que seas, mucho gusto. No te voy a molestar ni nada, no te asustes.
El aire le revolvió un poco el cabello, fue un soplido lento y suave. Norma sonrió, aliviada.
Respiró profundo y comenzó a hacer el rondín. Caminó por el primer piso. Abrió y cerró las pequeñas puertas de madera que conducían a cada oficina y que despedían un olor a viejo, a rancio, por más flores que algunas secretarias colocaban sobre los escritorios. Verificó que nadie se hubiera quedado adentro, que las luces estuvieran apagadas. Se metió a la cocina, la única habitación con la luz prendida. Dejó la taza de café ya frío y continuó. El aire, ahora tibio, la siguió de cerca.
—Aquí sí que no me sigas. Muy fantasma, pero no me gusta que me vean cuando voy al baño.
Al salir del cuarto de aseo, vio dibujado sobre el espejo un nombre, con letra como de niño: “Beto”.
Sintió temor y ternura al mismo tiempo. No sabía por qué estaba a punto de llorar. ¿Cuántas almas en pena andarían por ahí? ¿Por qué siempre la seguían? ¿Se encontraría a su madre algún día? No supo contestarse. Tragó saliva y saludó:
—¿Beto?, mucho gusto. Si vas a seguir acompañándome, córrele porque ya voy al segundo piso y si te quedas atrás, la luz de mi linterna no te alumbrará.
Sonrió por la broma, ¿a quién se le ocurría que un fantasma necesitaba luz para deambular?
El aire cálido la envolvió y Norma continuó su recorrido. El segundo piso era el de los salones. En el ala oriente estaba el Salón de Firmas, el Salón de Acuerdos, el de Juntas y el de un tal Venustiano Carranza. Todos tenían paredes en madera y pisos de mármol, muy poco mobiliario, apenas una mesa de caoba de dos por dos metros y máximo diez sillas. A pesar de que limpiaban a diario, una fina capa de polvo lo cubría todo. Norma iluminó cada rincón con su linterna, sólo prendía la luz cuando la curiosidad la sobrepasaba y hurgaba entre los libreros, los escritorios.
Sobre el pasillo principal, la pared orientada hacia el norte, tenía un enorme mural con figuras de hombres vestidos a la antigua, con sombreros, corbatas de moño, trajes oscuros, rostros morenos. Ninguno estaba contento y todos parecían reprocharle algo a ella, sí, a ella, a la que seguían con la mirada sin importar a donde fuese.
En el ala poniente estaba la oficina del Presidente municipal, con un gran escritorio y un sillón de respaldo alto, asiento mullido en terciopelo azul marino. Norma supuso que durante el día era la más iluminada pues, a diferencia del resto de las habitaciones que sólo tenían una ventana hacia la calle, ésta estaba rodeada de ventanas y tenía un domo enorme en el techo. De noche podía dar miedo pues el cielo oscuro era como un ser vivo observando cada movimiento en el interior del espacio.
Después, llegó al Salón Banderas y ahí se quedó inmóvil, maravillada. Era un salón de unos diez por quince metros, lleno de banderas de todos los países colocadas alrededor. Al centro, una gran mesa de roble, rectangular, con veinte sillas del mismo material y asiento de terciopelo rojo oscuro. Prendió la luz. Jamás había visto tanto colorido. El piso era de madera, lo cual lo hacía más cálido que el resto de los salones. En definitiva, ese sería su salón favorito. Beto entró antes que ella y empezó a mover cortinas y banderas con un aire suave y alegre.
—¿También te gustó, verdad? Vamos, sigamos el recorrido y luego volvemos.
Apagó la luz y continuó su camino. El otro salón del ala poniente, era el de Ceremonias. No tenía más que libreros pegados a las paredes, piso de mármol blanco y, al fondo, el balcón en donde el Presidente municipal en turno daba el grito de Independencia cada año. Norma recordaba con mucha alegría, y ahora nostalgia, ese día. Solía ir con su mamá a la plaza para ver al funcionario gritando, mientras comían una quesadilla y sólo ese día, tomaban una cerveza. Pero desde que su mamá murió, Norma no volvió a la plaza y ahora estaba ahí, por dentro, sumida en los recuerdos.
Beto la envolvió y se quedó circulando alrededor de ella hasta que la policía se secó las lágrimas con la manga del uniforme color avellana, se dio media vuelta, lo apuró y cerraron la puerta del salón.
Se quedó como estatua. El aire también se detuvo. No supo si el ruido que escuchó era el de la puerta al cerrar u otro. Esperó unos segundos y volvió a escuchar el golpe seco. Era parecido a un puño golpeando una mesa o a un portazo. Giró hacia el balcón interior y escuchó con mayor atención. Otro golpe. Observó alrededor y descubrió, al fondo, la puerta de la oficina del Presidente, abierta. Las piernas le temblaron. Corrió hacia allá, Beto detrás de ella. Entró y amagó con sacar la pistola de la funda que colgaba del lado derecho de su cadera, aunque bien sabía que no llevaba pistola y ni sabía usarlas. Su jefe no la quería autorizar, decía que con el tolete bastaba.
Alerta, miró con cuidado alrededor. Nada. Silencio. Sólo escuchó el silbido de Beto escabulléndose por todo el lugar. Norma se acercó al escritorio y descubrió sobre la superficie de madera un poco sucia, un mensaje: “¿Ya se te olvidó?”.
Sudando de nervios, movió cortinas, se arrodilló para ver si había algo a nivel del suelo, abrió el baño privado, corrió la cortina de la bañera. Nada. Nadie.
Verificó, al salir, que la puerta estuviera cerrada. Por precaución revisó una vez más todo el edificio. Nada.
—Vámonos, Beto—dijo todavía tensa—es hora de un café.
Bajaron las escalinatas centrales y, ya en la cocina, Norma se sentó sobre el banco y se recargó sobre la mesa de madera de triplay.
—¿Hay más fantasmas aquí, Beto?—se atrevió a preguntar.
Beto silbó alegremente.
—Deja de jugar y responde.
El fantasma iba y venía por la cocina, movía el tarro de café de un lugar a otro, preparaba otra taza, con dos cucharadas de azúcar, la pasaba frente a la nariz de la custodia, hasta que logró arrancarle una sonrisa.
—Ay, Beto. No hagas eso que aunque aquí estoy de amigable, sí me espantas.
En ese momento, vio que sobre el polvo de la mesa se dibujó la palabra “no”…
Continuará…
Diana Teresa Pérez. Narradora. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.