Me sorprendió verla como edecán en un Congreso de Legislación al cual asistí. No había cambiado: las mismas grandes mejillas redondas, igual que sus ojos, largas pestañas y el cabello ondulado.
Había sido la niña más asediada en la primaria. Desde entonces era modelo de una marca de ropa en la línea infantil. Sus ademanes eran precisos, suaves, “una niña delicada”, ironizaban con envidia algunas compañeras y era cierto, no sólo por sus movimientos sino porque además era diabética y necesitaba cuidados y dietas especiales.
Por eso las piyamadas siempre fueron en su casa. Su madre, Eloísa, nos hacía cenas muy ligeras. La despertaba en punto de las siete para la inyección de rigor y las mediciones de azúcar en la sangre. Nunca se quejó y recuerdo muchas tardes en las que buenamente me acompañó a comprar chamoys y paletas con centro de chicle.
Los niños se derretían al escuchar su voz.
-Anda, conéctame con Eli- me pedían. Llegaron a mis manos todo tipo de sobornos: papas, gomitas, chocolates, refrescos; yo me metía los dulces a la bolsa, prometía intentarlo pero no garantizaba resultados.
Elizabeth no podía corresponder, primero por falta de tiempo y segundo porque ningún niño de diez u once años podía competir con un conquistador de treinta, los “viejos”, como ella les decía a los fotógrafos para los que posaba, o cuarentones amigos de su madre, quien solía organizar fiestas en su modernísimo departamento de la Condesa y a las que integraba a Elizabeth. A mi mamá le caían bien, pero me prohibió de manera tajante ir a sus fiestas.
Debido a sus compromisos de trabajo, Elizabeth se acercó a mí para que la pusiera al día en sus tareas, le explicara las lecciones y así fue como nos hicimos amigas.
Eran tardes de estudio, risas y juegos. Juegos que nunca tuvieran que ver con agitarse demasiado, no podía lastimarse o herirse de ninguna manera, así que fuimos expertas en “basta”, “gato”, o caminábamos al parque y comíamos, ella una fruta y yo un helado. Para mí, que era una niña traviesa y gustaba de correr, dar maromas, piruetas, saltar resorte y demás acción, ver a Elizabeth era como un remanso de paz, un silencio que nunca pesó.
-Yo quiero ser bailarina-confesé mientras daba una pirueta en el parque.
Ella decía que de grande su mayor deseo era ser niña y además sana para poderse comer un pastel completo, correr sin cansarse tan rápido o tener que esperar a que la insulina hiciera su trabajo en el cuerpo y carcajearse con otros niños de tonterías.
Me daba tristeza escucharla.
Uno de esos viernes que me quedé a dormir en su casa me dijo que iríamos a una fiesta.
-No, Elizabeth, ya sabes que yo no puedo ir.
-Pero tú mamá no se va a enterar, no quiero estar sola, por favor… anda, vamos…
Acepté. Me quedé dormida mientras me alaciaba el cabello con la secadora; desperté y me horroricé cuando me puso sobre la cama unos pantalones de lycra entubados y brillantes para ir a la fiesta y un top. Me resistí, pero me dijo que esa era la moda, así se vestía Olivia Newton John en “Vaselina” y así conquistaba a los muchachos.
Me sentí incómoda con el atuendo y fue peor cuando llegamos a la fiesta. Sentí las miradas de todos sobre nosotras, estudiándonos, sonriendo complacidos. Los invitados eran gente grande, amigos de Eloísa.
Me quedé sola en un rincón, sin ganas de conversar con nadie aunque varios señores lo intentaron. Yo sólo respondía, sí, no y volteaba para todos lados. Acabaron por irse.
Me entretuve un buen tiempo observando. Elizabeth sonreía dulce, pero como cansada… Después me quedé mirando a Eloísa y sus amigas que cada vez estaban más ebrias; perdí de vista a Elizabeth… hasta que bostecé.
Fausto, un pretendiente de mi amiga, nos llevó de regreso. Eloísa y yo subimos al departamento. Me pareció extraño que Elizabeth no se bajara de inmediato del coche y que su madre no dijera nada. Me puse la piyama. Pasó media hora antes de que Elizabeth regresara, muy cansada, con la pintura de la cara corrida, como un payaso muy triste.
No volvió a la escuela. Una semana después me llamó. Estuvo en el hospital porque se le subió el azúcar. Se dio de baja ese año.
A veces fui a visitarla pero nuestros encuentros ya no eran como antes. Estaba más ocupada con su trabajo de modelo y yo con mis clases de baile. Mantuvimos contacto de vez en cuando por teléfono. Siempre llamé en su cumpleaños. A los trece, prometimos vernos aunque no lo hicimos. A los catorce, estaba de viaje y cuando cumplió quince me contestó contenta pero la noté nerviosa. Me invitó a su fiesta.
Llegué al festejo. La cita fue en una casa a dos cuadras de su departamento.
Ella me recibió. Iba con un vestido blanco muy entallado, un chongo alto y aretes de perlas. Se veía hermosa pero como una señora.
-Y, ¿esta casa de quién es?
-Mía-contestó apenada.
-Ah, cómo, ¿compró casa tu mamá?
-No, es mía… Me la compró mi marido-y los grandes cachetes se pusieron rojos.
Fueron los quince años más tristes a los que fui en mi vida. Esa tarde se festejó el cumpleaños y la boda civil. Apenas me abrazó, soltó en llanto.
El novio, un señor muy apuesto, más que Fausto, pero de ojos vidriosos, brindaba y daba sobadas a las nalgas de Elizabeth cada dos minutos. Ella enrojecía, bajaba la mirada y huía a la primera oportunidad. Sentí náuseas. No permanecí mucho tiempo ahí.
No volví a verla hasta hoy. Estaba ahí moviendo los tobillos porque era evidente que ya se había cansado de estar sobre esos enormes tacones. Ganó un poco de peso y varias arrugas en la cara. Yo perdí peso y gané muchas más arrugas que ella.
Otra edecán le ofreció quedarse en su lugar un momento. Se fue hacia una esquina, se desplomó en una silla y encendió un cigarro. Me senté frente a ella. Al verme, sonrió. Apenada y a punto de llorar me dijo que ya se había divorciado dos veces.
No dije nada y encendí yo también un cigarro. De pronto sentí su mirada sobre mi pierna derecha, la que está rígida porque es un implante que me pusieron luego de que me caí de un árbol, en una de mis aventuras, a los 16 años.
Nos miramos con tristeza. Ella desvió los ojos hacia un parque que se veía a través de los ventanales, suspirando como aquélla vez cuando dijo que de grande quería ser niña y yo bailarina y no la abogada cada vez más cruel en la que me convertí.
De pronto me dio risa, quise contenerla para que no pensara que me estaba burlando. Me descubrió. Primero me miró con curiosidad y luego soltamos las carcajadas.
Preferimos seguir mirando hacia el parque, envueltas en ese silencio que nunca nos pesó.
Narradora, Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.