«EL RELATO»: Canción de cuna - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Canción de cuna

Tenía que encontrar al perro que ladró a unos centímetros de mi cara. Ya no estaba. Quizá huyó del incendio porque el cuarto retumbó con el sonido de la alarma. Con desesperación y derrota apagué el reloj. Otra noche de insomnio.

Hubiera jurado que mis pantalones eran negros. Caí en cuenta del error cuando noté las miradas que reprobaban mi combinación. Lo bueno es que la imagen no es prioridad en el oficio de nana. A los niños lo que les importa es la resistencia al juego.

Carolina no quería televisión ni películas. Le pregunté mientras caminábamos del kinder a su casa, cuando sentí que las piernas me pesaban más que nunca.

–¿Unas carreritas?

No pude negarme. Su cara tenía las mejillas rosadas de tanto dulce, leche y pastelitos. La mirada limpia y alegre. Toda su ilusión era ganarme en la competencia de dos cuadras cuesta arriba.

Lo logró. Debía esforzarme; esa niña no podía corretear por las calles sin control de un adulto. Pero mi bolsa, su mochila, mi chamarra, la suya, el regalo para su papá, los dulces de la esquina y la cartulina que dibujó en clase, tampoco ayudaron mucho.

Intenté convencerla de que permaneciéramos en casa y dibujáramos. Lloró ininterrumpidamente. ¿No le dolería la garganta de tanto grito? Me acordé de ese video que sacaron en la tele, de la niñera que a base de cates controlaba la situación. No era mi estilo. Además yo no perdería ese trabajo que conseguí luego de muchos meses de angustia y la verdad, en medio de ese abismo negro que amenazaba con tragarme todas las noches, nada me daba más paz que ver a Carolina.

–Está bien, vamos al parque.

En los juegos se cayó. La consolé. Tropecé. Se carcajeó. Por fin, se declaró agotada. ¿Qué dije? Tendría que cargarla de regreso. Todavía me temblaban los brazos, resentidos por el peso de la saludable niña de tres años, cuando la llegada de su padre marcó el fin de mi jornada laboral.

Pocas cosas cambiaron en mi casa. Era casi igual a la que tenía antes, salvo por el frío que se colaba por las ventanas.

¿Un ladrón? El ruido venía de la cocina. ¡Ah! Era Miguel. Seguro se arrepintió de haberse ido… ¿Qué? No regresó con la tele y la computadora que se llevó. Sólo estaban los discos que me dejó, no sé para qué porque también cargó con el estéreo. Menos mal que no maneja, si no ¿cómo hubiera pagado las deudas que me arruinaron luego del recorte en la empresa? Malbaraté el carro pero no debía nada.

Por cierto: ¿qué hace aquí? ¿Abrí los ojos? Las tres de la mañana.

–Seguro se droga.

–Sí, yo la vi fumando antes de entrar al kinder. ¿Sabrá el papá de Carolina?

–Pues hay que decirle… pobre niña.

No vi la puerta de vidrio y me estampé en ella. El suceso no era tanto como para que me levantaran calumnias. Quizá me vieron los párpados hundidos y las ojeras cada vez más rojas, o ¿notarían que me flotaba la cabeza?

El museo. “Hazme las voces de los animales”. El dinosaurio habló; la araña le gruñó; el indígena sabía inglés y el panda se quedó dormido.

–¿Ves? Así. Hay que dejarlo que descanse.

El juego no me duró ni un minuto.

–Mejor que despierte.

Por fortuna su padre llegó unos minutos antes de que me quedara afónica porque, ya en su casa, se le ocurrió que los juguetes también platicaban.

–¿Está usted bien?

–Sí, sólo un poco cansada.

¿Por qué me duele tanto el pecho? Carolina está entretenida jugando con su amigo, el oso imaginario. ¿No estará loca? Y yo qué digo, si hago lo mismo. Nada más que en lugar de un oso, hablo con ese juez que traigo adentro y que con remarcada saña, descalifica todo lo que hago. Por más argumentos que ofrezco, no logro convencerlo. Me mira con frialdad y asegura que siempre puedo dar más, debo sentirme culpable cuando me roza alguna alegría porque no he hecho suficiente para merecerla. Acaba por castigarme con la tristeza y me condena al aislamiento hasta que aprenda la lección.

–¡Te está hablando mi amigo y tú no contestas!

–Ah, sí. ¿Cómo le va señor?

–No, no, no. Te está preguntando que si quieres miel.

Casi lloro cuando el oso, utilizando los labios de la niña, me tocó con ternura y me embarró el resto del helado de fresa que Carolina no alcanzó a limpiarse antes de ser posesionada por el animal.

–Bueno, ya. Dile al oso que tenemos que irnos. Carolina, no corras.

–Es que el oso y yo estamos jugando carreritas.

–Sí, pero no en los cruces de las calles.

Desperté de golpe. Detuve a Carolina justo antes de que intentara ganarle al oso que se escabulló entre las llantas del camión que cruzaba a toda velocidad.

Mi cuerpo estaba totalmente tenso. Me dio coraje. Primero conmigo por no estar atenta y segundo, otra vez conmigo, porque no sé qué cara le puse a la niña que se abrazó a mis piernas e imploró perdón. Su llanto me lastimó. ¿Cómo era posible que provocara que ya desde sus tres años de edad, aprendiera lo que es la culpa? ¿Qué no me daba cuenta de que precisamente ese juez era el que no me dejaba vivir? ¿Por qué introducirlo a la vida de otros?

Compartimos un enorme pastel de chocolate que mitigó el susto y aparecieron de nuevo las risas. Carolina estaba cansada. Me pidió que le cantara una canción de cuna y se quedó dormida.

Tenía abiertos los ojos. Lloré toda la noche y luego de muchos años despedí a mi enemigo imaginario. Después platiqué con el oso. Nos dio frío. Debió ser el aire que se cuela por las ventanas y que era más intenso que nunca. Lo acurruqué a mi lado y le susurré una canción de cuna. Duermo. Me veo como afuera de mí. Estoy tranquila. Por fin descanso en paz.

 

 

Narradora, Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe. 

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