Las hormonas me polarizan, tengo plena conciencia de ello y lo agradezco. Me preocuparía mucho quedarme en alguno de los dos bandos: ni santa ni criminal. Es probable también que la cantidad de cosas que he visto y escuchado en estos días me tengan el alma desolada y la cabeza completamente llena de cuestionamientos.
Sin ningún afán de negar nunca el mérito que tiene México como país y siendo testigo, como lo he sido, de una sociedad dispuesta a dar lo que sea, a vivir en hermandad y poner en riesgo su propia vida con tal de ayudar al hermano –la gran mayoría de las veces desconocido– a salir adelante y superar la contingencia que le arrebató todo o parte de lo que tenía.
Hablo de la Ciudad de México porque es en la que vivo y en la que he estado estos días, aunque también leo la información que personas de provincia publican y que es igual de real; agradecidos todos por ser los que estamos en posición de ayudar como sea, en lo que sea.
Paralizamos nuestra vida y dejando todas nuestras prioridades a un lado para ofrecernos como voluntarios para remover escombros, para ayudar en centros de acopio; sacrificamos el presupuesto familiar para comprar víveres que irán a manos de las familias afectadas, vaciamos nuestros clósets para que gente que no hemos conocido y no conoceremos nunca pueda tener algo que ponerse en los albergues.
Rotulamos millones de latas con mensajes de ánimo; llevamos a nuestros hijos a regalar sus juguetes para aquellos niños que están asustados y sin casa en algún lugar de una pequeña ciudad que no conoceremos nunca.
Hemos dado cátedra al mundo de solidaridad y amor incondicional. Nos hemos demostrado a nosotros mismos que somos un pueblo fuerte, organizado, amoroso, resistente, que no se quebranta ante el cansancio ni la lluvia, que no escatima en tiempo y dinero para ayudar al hermano necesitado.
He visto a miles de personas trabajando alrededor de un edificio derrumbado por la sospecha de que hay una persona con vida aún; miles de personas involucradas en estos rescates que en el fondo sabemos que ya a estas alturas son cada vez menos probables. Y eso me conmueve, me sacude. La defensa de una sola vida me parece razón suficiente para que todos hagamos todo lo que esté al alcance de nuestras manos para lograrlo.
Lo que en el fondo, la parte mala de mi conciencia me pregunta quedito es ¿si somos los mismos que nos pasamos al otro lado de la acera con tal de esquivar al indigente? Al maloliente que lleva varios días, meses o años sin bañarse, sin cambiarse, seguramente intoxicado con alguna sustancia mortal o completamente alcoholizado, que tal vez en horas morirá de hambre, insolación e intoxicación, rodeamos a los “Teporochitos” que están tirados sobre la calle o en alguna banca tapados con periódicos, o buscando comida en los botes de basura, le negamos ayuda a las madres que se acercan a nosotros pidiendo dinero en la vía pública, volteamos la cara para no ver a los migrantes que están en las calles tratando de juntar dinero para continuar con su largo y apesumbrado camino.
No creo que seamos los mismos, los que estamos con un chaleco y un casco brindando comida a brigadistas y los que levantamos bardas para no ver los cinturones de miseria detrás de nuestros fraccionamientos de lujo, mucho menos las mismas señoras que están voluntariamente preparando tortas en la calle, las que pagan sueldos de miseria y se niegan a dar seguro social a las personas que trabajan ayudando con las labores de limpieza de sus casas.
Hoy vi, por ejemplo, a la señora que barre las calles y empuja un pesado carrito con tambos de basura; una persona mayor de edad y con una visible necesidad económica que trabaja en el último escalón del empleo en México, acercarse a un grupo de voluntarios que separaban y catalogaban ropa para llevar a las zonas de desastre y pedirle que le regalaran alguna chamarra o alguna cobija y obviamente se topó con la negativa y el rechazo de quien en ese momento estaba al mando de la coordinación de esa labor, contestándole que eran para los damnificados ¿Qué no es esta pobre mujer una damnificada desde que nació? ¿No se encuentra ella en la máxima necesidad?
Los damnificados por los temblores de este mes son miles y miles, millones y eso nos duele en lo más profundo del alma a todos los mexicanos; a los mexicanos que dejamos que México llegara a una de las cifras más espeluznante de pobreza extrema, sabiendo que mucho más de la mitad de la población del país vive en la miseria más absoluta, sin derecho a la salud ni a la vivienda digna y mucho menos a la educación.
¿No sabríamos antes de esto que millones de niños mueren por enfermedades ocasionadas por la desnutrición, que hay miles de comunidades que no tienen luz ni agua potable, niños que caminan durante horas para ir a escuelas que no tienen ni pizarrones, familias que viven hacinadas en casas de lámina, subsistiendo en las más precarias condiciones y que se les vienen abajo con cada lluvia, que dependen de las cosechas que prácticamente regalan a mayoristas que no les ofrecen ninguna garantía en caso de perderlas por las inclemencias? Y así me podría seguir con tantas y tantas necesidades que hay en el gran territorio de nuestro país.
Es muy emocionante ver a tantos compatriotas en la calle, a niños “fresas” al lado de “chavos banda” cargando cubetas de escombro, a señoras y empleadas domésticas aunque sea con sus uniformes recibiendo y apilando cajas para mandar a los albergues, a primeras damas de los estados con delantales y partiéndose para trabajar hombro con hombro con la sociedad civil, a toda la gente compartiendo en sus redes sociales lo que hace falta en cada centro de acopio.
No es momento ni siquiera de criticar la vanidad y el protagonismo. Con tal de que ayudemos no importa que lo publiquemos para sentirnos un poquito mejor o bien para conseguir más ayuda. Todo se vale con tal de llenar cajas y después contenedores de ayuda para nuestros hermanos en desgracia; desgracia igual a la que llevan años, siglos viviendo tantos y tantos mexicanos que nunca hemos visto ni veremos, pero que también existen igual que quienes quedaron bajo los escombros.
Todos los días nos topamos con personas, con niños que no han comido nada caliente en mucho tiempo, que duermen en la calle expuestos a todos los peligros, que no tienen para medicinas y que jamás han tenido ni tendrán oportunidades para salir de su situación.
Solo espero que la solidaridad y el amor incondicional nos duren un poco más, que nos alcancen para extender una cobija a los que tendrán frío este invierno, a los que perdieron su trabajo hace dos años y viven con empleos informales, a los que tuvieron que dejar la escuela para ponerse a trabajar. Que no sea esta una llamarada de petate. Las desgracias solo pueden dejar tras de sí una sola cosa que valga la pena después del sufrimiento y la desolación: enseñanza, madurez, empatía y crecimiento.
Bárbara Lejtik. Licenciada en Ciencias de la Comunicación, queretana naturalizada en Coyoacán. Me gusta expresar mis puntos de vista desde mi posición como mujer, empresaria, madre y ciudadana de a pie. @barlejtik