Puños cerrados arriba, silencio total. Largos silencios, esperanza de vida, esperanza que invade. Una señal que llevaremos por siempre. Ante la tragedia, ante la impotencia, una señal de optimismo.
Los trabajos de rescate requerían silencio total, para escudriñar las más breves señales de vida y continuar trabajando sin descanso.
Labor intensa, extraordinaria y valiente de personas que sin dormir, sin comer, en el frío, en la oscuridad, en el sol y en la lluvia, no cesaron ante ese reto que tenían enfrente.
Héroes improvisados que arriesgaron sus vidas para salvar la de otros. Gente que emergió del gran ejército de civiles que dejaron sus actividades para ayudar, para apoyar, para levantar escombros, para llevar comida, herramientas, para hacer vallas humanas y repartir ayuda y emociones.
La historia se repitió. El mismo día, 32 años después. México se mantiene fuerte ante el desastre. México, de pie ante los derrumbes. México unido y solidario que en cuestión de minutos se organizó y enfrentó la catástrofe: albergues, centros de acopio, ayuda y más ayuda.
Así fue el México del 85, sin conciencia de la protección civil, con el corazón, con la sed de ayudar. Ahora, tres décadas después, lo volvió hacer, esa solidaridad que nos mantiene de pie, anima y fortalece.
La desgracia se vivió con el mismo pesar de aquel jueves 19 de septiembre de 1985. Las mismas imágenes: edificios colapsados, escombros, incendios, fugas de gas, crisis, desesperación, dolor, miedo, incertidumbre, impotencia, cuerpos, rescates, brigadas, ayuda y solidaridad.
Este martes, la red celular se colapsó. No había señal, en redes sociales comenzó a circular la información de escuelas que se habían derrumbado. Pero no había manera de comunicarse.
La impotencia era colectiva. Apenas dejó de temblar y muchos padres olvidaron el miedo. Con crisis nerviosas, mucho tránsito, desesperación e interminables filas de automóviles, pero todos en busca de sus hijos. Yo era una ellas, me tocó pasar por tres escuelas, vi niños desmayados, adultos en shock, niños inconsolables, niños esperando el urgente abrazo de sus padres.
“Traté de controlarme porque había una compañera desmayada, muchos niños gritando y llorando, lockers tirados y se caían pedacitos del techo y pensé que si no me tranquilizaba sería peor”, escuché decir a una pequeña de 12 años, con una entereza envidiable.
Los reencuentros de padres e hijos fueron escenas conmovedoras. No hay palabras.
Como tampoco hay palabras para describir la tragedia que es no volver a abrazar a un ser querido. El dolor nos unió una vez más.
Ahora, la cultura de la protección civil fue fundamental. A diferencia del 85, el gobierno actuó de inmediato y el apoyo de los ciudadanos nuevamente fue imprescindible.
La participación de jóvenes que no vivieron el sismo del 85, fue especial y alentadora. Con un gran ímpetu, se sumaron a las labores de rescate, organizaron acopio de víveres, llevaron comida a los brigadistas, dirigieron el tráfico en zonas donde no había luz, por redes sociales ofrecían alojamiento en sus casas, ellos, buscaron cualquier forma de ayudar.
Esa es otra de las actitudes de los mexicanos que nos mantiene de pie. En estos siniestros siempre hay dolor, pérdidas humanas y pérdidas patrimoniales. Pero también hay lecciones para todos.
Yo me quedo con la de los mexicanos que ante la tragedia sacan lo mejor de sí; de los otros, ni vale la pena escribir.