A orillas del barrio de Peralvillo de la temblorosa Ciudad de México, en un callejón de apariencia tranquila, merodeaba por las noches un tipo que parecía haber sobrevivido al diluvio, sin haber sido recogido en el arca. Era del tamaño de un gladiador de lucha libre gabacho, pero se le notaba lo chilango hasta en los poros de su rugosa piel.
Tenía la cabeza de un toro, un cuerpo alargado cubierto con grotescos tatuajes en dorso y pecho y cuando no le subía el agua al tinaco –que se ponía furibundo, pues– lanzaba llamas con su mirada de ojos de serpiente.
Diego, “El tarántula” no era lo que se dice un canijo. Eso sí, le gustaba molestar a los chamacos inofensivos, niños y niñas, de la barriada; su método era elegir a quien le parecía travieso o escandaloso, corretear a éste o ésta, alcanzarlo y colocarlo frente a su rostro cubierto de una barba parecida al lomo de un cerdo salvaje. ¡Claro! la respuesta de sus víctimas era temblar, como tiembla la luna en el agua.
Sigiloso y quizá un poco arbitrario, Diego contaba a sus familiares y amigos más cercanos que su grosero aspecto no había sido así toda su vida. “Todo empezó cuando era un morrito y me caí de la cuna, luego en la escuela y con la banda me gustó andar en el rock and rooooll”, refería cerrando un ojo y esbozando lo que parecía ser un sonrisa y un leve chiflido.
La sabiduría popular sostiene el principio de que, a veces, la gente bonita carece de fortuna, y que la fea es acompañada de la suerte. Está por demás decir que en dicho fundamento no encajaba Diego: en ninguna de sus dos partes.
En cierta ocasión que viajaba en el Metro, se distraía tratando de adivinar las estaciones de la ruta en que viajaba (están llenas de mugre, ya casi se borraron, hay escasa iluminación o las tres cosas), cuando en el asiento de junto una jovencita ofrecía tiernas palmaditas a un pequeño bulto que llevaba entre sus brazos, cubierto con un largo suéter.
“El tarántula” la miró e intentó sonreír durante el tiempo en que el vagón recorrió tres estaciones. En la estación Juárez, la inquietud de lo que la chica acurrucaba aumentó. Y de pronto ¡zaz! lo que apareció entre las manos de la joven mujer no era un bebé, como habían pensado en algún momento los pasajeros, sino un cachorro de bulldog inglés.
Aunque no lo crean, el azote de Peralvillo pegó un brinco y casi grita. No quitó la mirada del animalito, éste se quedó como hipnotizado y soltó un racimo de lastimosos chillidos provocando el sobresalto de su tutora y demás usuarios.
–¿Qué le hizo a mi perrito?, ¡oiga!
–Yo nada, solamente lo vi.
–¿Y no puede ver de otra manera?
–Pues no, ¿y tú?
–Yo no veo tan feo.
–¡Aaah!, ¿y yo sí?
–Claro que si, además de ver feo, usted está todavía más feo y ya espantó a mi “Goñi”.
“El tarántula” se hizo el desentendido, comenzó a hacerle todo tipo de muecas y expresiones raras al pobre can para luego salir tranquilamente del vagón y meterse al cine donde exhibían una película a la que le traía ganas: “El Culto de Chucky”.
Cut Domínguez. Es periodista cultural. Ha dirigido espacios como la jefatura de Prensa de Difusión Cultural de la UNAM; coordinador de Prensa en la Ciudad de México del Festival Internacional Cervantino; Subdirector de Difusión del Polyforum Cultural Siqueiros; Jefe de Prensa de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes. Asimismo, ha sido colaborador de diarios y revistas nacionales.