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«ELLAS EN EL RETROVISOR»: ¡Ay Sandunga!

Aun estamos en la emergencia del sismo del 7 de septiembre.

Son las horas del duelo, mientras la contabilidad de la muerte roza el centenar de víctimas.

Es demasiado pronto todavía para hablar de futuro, cuando los escombros llenan las pantallas de televisión y el derrumbe de lo que un día fue un hogar se viraliza a control remoto.

Pero en medio de los tardíos censos, del recuento comunitario de los daños y de los tristes llamados a no politizar la tragedia, el México del rezago punza.

Porque esta vez el sismo de septiembre sacudió a los pueblos históricamente pobres de Veracruz, Chiapas y Oaxaca.

Y el contraste de lo que somos y hemos dejado de hacer nos estalló en las horas siguientes cuando el anecdótico susto de los habitantes de la CDMX palidecía frente al llanto de angustia y desesperación de la gente del Istmo de Tehuantepec.

Eso también nos ha traído el 7 de septiembre de este 2017: la evidencia de una brecha entre el México de la alerta sísmica y el México del adobe, señorial, sí, majestuoso en su arquitectura, por supuesto. Pero adobe al fin.

Y de esa brecha tenemos que hacernos cargo. No sólo porque es deber del Estado encauzar la reconstrucción de vida de los más de 2 millones de damnificados, sino también porque es tarea de todos hacernos cargo del derrumbe que hemos padecido con la pérdida del patrimonio histórico de Juchitán, donde la destrucción del Palacio Municipal daba cuenta de la profundidad del desastre.

Así que más allá de la obligada reparación de viviendas, escuelas, edificios públicos y servicios ineludibles para volver a la cotidianidad oaxaqueña, está el desafío cultural.

¿Es posible restaurar las iglesias, las casonas, los caminos, los murales, las paredes centenarias, las construcciones porfirianas, los trazos derruidos?

No habrá que esperar mucho para conocer las respuestas de nuestros especialistas y, sobre todo, de quienes tienen la responsabilidad de administrar el cuidado del patrimonio nacional.

Pero al margen de las políticas públicas y de los anuncios oficiales, el dolor de los oaxaqueños ha despertado el sentimiento solidario de millones de mexicanos sensibilizados con esa cultura donde el lamento es fandango y los pesares invitan a bailar.

Porque esa tierra que hoy entierra a sus muertos y duerme a la interperie, es la tierra donde Máximo Ramón Ortiz compuso, a finales del siglo XIX, el himno del Istmo y su estribillo edípico amoroso: “¡Ay sandunga, sandunga mamá, por Dios! Sandunga no seas ingrata, mamá de mi corazón”.

Este domingo, artistas oaxaqueñas como Susana Harp y Lila Downs, entre una decena de grandes cantantes, se reunirán en la capital de esa entidad para levantar el corazón y emprender el camino de la reconstrucción.

Es el inicio de la historia de una tragedia que bien podría llevarnos a exaltar los bienes culturales de un pueblo que merece el reconocimiento de los mexicanos y del mundo.

Es la hora de cantar la Sandunga y llenarnos el alma con ese verso universal: “La noche que nos besamos/ a orillas de la laguna/celosa de vernos juntos/no quiso salir la luna…”.

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