En aquel cuarto se agotaba el espacio verde de la melancolía de un hombre. Las paredes blancas eran himnos de fondo junto a una cama, claros muros desbaratándose serenos frente a mi vista, y mis pies rodeados de agua, al igual que mi cerebro humedecido y mi cuerpo empecinado en la alabanza a un pubis.
Un cuarto es demasiado silencioso cuando escuchas tus propios susurros desde el boquete que deja escapar el agua de la tina; ahí hay un sacrificio enorme: se caen las sandalias, caracoles de vapor llegan hasta el techo de cristal que mutila nuestras cabezas, y mis ojos más que abiertos al agua, e impotente ésta a no dejar sentir con precisión mi llanto; locos gritos entre las sábanas manchadas de ternura, y después una justiciera ruleta de más espacio y más silencio…
Todo en la memoria muere cuando eres testigo de las mismas formas de estar parado, nadando sobre la superficie de una mujer seca, con su compañía controlando alguna vena rota por ella misma.
Sólo se trataba de puertas entreabiertas y paredes entre amantes —bestias embestidas por ángeles en constante descenso— dirimiendo las horas con la eficacia de una misma mirada. Nada parecía estar lo suficientemente listo como para seguir vivo, todo el asunto apuntaba hacia las mismas situaciones ya conocidas: A veces un hombre necesita una verdadera amante, que tal vez use un par de anteojos discretos, y que pueda ser insospechable a todo, que sea como alguien en quien nadie sea capaz de confiar. Pero el gran lío comienza cuando deja de estar sola. Estar solo es más sencillo que encontrarse rodeado de lo mismo. Parece que nunca existirán dos seres dispuestos a cambiar la muerte del uno al otro por el amor pernicioso de sus distancias; aunque algunos acuerdan amarse, y amarse constituye el gran error, la primera vértebra en la médula del odio. No hay dos seres que no compartan cucharadas de muerte.
En tanto, la tina llena de imposibilidad, libre, me mostraba el concepto del reloj en un cigarro, y una cerveza era mi última codicia, deseada entre el calor más corriente del agua. Además existían plantas artificiales junto a una mujer artificial, dormida en el desperdicio de feroces sueños que me acalambraban.
El color verde de la tina era más denso que el verde encerrado en nuestras melancolías. Soportaba la argucia de dos luces tenues junto a una falda corta, un par de botas y mis pantalones preguntando: “¿por qué todo se ha apagado esta noche tan rápido?“. Sólo me alumbraba débilmente un calzón ahorcado y un cuerpo recostado en un colchón, en el que no podía dormir sin que raspara.
Algo más debía estar asomado a la ventana, inclinado y rugiendo, evitando el paso a la demencia y el declive de un hombre harto de espejos con toallas, cansado del servicio a la habitación, de esta levedad de mundo en un inconsecuente espacio: una mujer sobre la cama, muerta por mis manos —azulejos partidos en su torso—, mi honor rendido ante su cara de gitana; el olor de la regadera bajo sus piernas; los muros saltando, elevándose, consolándome, y el agua todavía aguardando nuestras estelas. Después de esto, nunca más estuve tan cerca de la muerte.
Ian Soriano. El estudio de la Comunicación y el periodismo (UNAM, FES Aragón) le revela su vocación literaria a la edad de 18 años. Es autor de los poemarios “Igual que los muros de naipes de un castillo sinfónico” y “Explotó todo el aroma de la sangre”. La fotografía y el video le representan otra forma de expresión poética. Convencido de que estar informado es algo valioso.