…el hechizo del primer amor
Con admiración y respeto, para mis compañeras de MUJERES MÁS.
Luego de instalarme en la vivienda de unos parientes de mi padre, me enfrenté al monstruo de mil cabezas llamado entonces Distrito Federal, con su estrépito de hombres, máquinas y su todavía incipiente contaminación ambiental. Pero mayores desafíos no me faltaron en los primeros meses y años de mi estancia en la otrora gran Tenochtitlán. Comida, discriminación por mi forma de hablar y vestir; así como la ausencia de mis hermanos, de Teresa, mi madre, y de Tierra Blanca, mi pueblo guerrerense.
Eran los años 60 en la gran metrópoli, de grandes avenidas y calzadas, de edificios que nunca imaginé. La zozobra no era poca en aquel pequeño cuarto parecido en todo caso a una celda de monjes. No pasó mucho tiempo para quedar convencido que el nombre del personaje que veía cada domingo en el televisor Phlilco de la tía Josefina no encajaba en este último; el verdadero “Llanero solitario” era el de la voz.
Empero mi adolescencia siguió ligada, en términos digamos románticos y sin remedio, a la ciudad, gracias a que traje a mi memoria las tardes de charla con mi abuelo Alberto. Una de mis mejores etapas fue la de estudiante. Apenas terminé la primaria, ingresé a la secundaria, justo cuando nos mudamos de domicilio en la misma calle Morelos por el rumbo del Metro Nativitas.
En ese lugar, mi tío Ranferi, el policía, consintió a la familia en reorganizarse ocupando un pequeño lote baldío que tenía atrás de su tiendita de abarrotes. Por esos días ya nos acompañaba mi padre y mi hermano mayor, Teresa, mi madre y mis otros dos hermanos; con lo cual toda la prole estaba reunida por primera vez después de algunos años y eso me acarreaba inmensa alegría.
De modo que mi jefa me inscribió en la Escuela Secundaria # 71, ubicada hasta la fecha en la colonia Marte, entre la Viga y Tlalpan. Gracias a la vida, porque ahí conocí el amor; mi amor celestial. Araceli era su nombre aunque yo prefería llamarle Ratoncita, por lo menos durante los tres años del ciclo escolar.
Era baja de estatura, tez blanca, esbelta, ojos oceánicos y de almendras verdes y una cabellera larga y rubia, con ondulaciones románticas, que acostumbraba recoger en una magnífica trenza. Su belleza y lozanía me hacía pensar que había nacido en un rosal; mi afecto hacia ella llegaba a tal punto; era tal mi amor alucinado y escrupuloso que yo sólo miraba en su persona una resplandeciente perfección.
Ni su falda tableada gris, con blusa y calcetas blancas, así como su suéter verde seco del uniforme empañaban su figura. Al contrario, ésta se acentuaba más al caminar por los pasillos con sigilosos y sensuales pasos de leona y un donaire un tanto libertino. Estaba loco por ella, no sabía qué hacer con tanto amor; quería tener cuatro ojos para mirarla como se mira a un eclipse.
Día con día me despertaba con un solo propósito, con la ilusión más grande que me arropaba por completo: encontrarme con ella. Las palabras se escasean para describir toda la magia que me llegó a provocar aquella deliciosa criatura, quizá por eso mismo se me vio con frecuencia en el lugar más apartado de la escuela, pero también el más nutrido de vegetación, particularmente de flores.
Allí, movía los brazos en el aire y desplazaba las manos como si acariciara algo y luego lo separara para enseguida guardarlo en mi morral de ixtle; para regresar sonriente a la siguiente clase, con el cometido de ubicar la mirada de mi amada. Estaba cierto que le llevaba trozos de alma de pájaros y mariposas capturados en un ejercicio que me enseñó mi madre.
Ella ocupaba todo mi espacio afectivo. Estoy convencido que sabía más de mí que yo mismo, porque me acompañaba a todos lados y en todo momento, siempre estaba conmigo, no supe en qué momento llegó a instalarse así en mi vida, sin invitación. No obstante, sabía muy poco de mí; yo en cambio, conocía a la perfección, con exactitud litúrgica, cada movimiento de su cuerpo,
Cómo caminaba, cómo miraba, cada rasgo de su rostro, el tono de su voz; siempre la observaba cuidadosamente, con la seguridad de un pastor avezado al que nunca se le escapa una oveja; sabía cuando estaba triste, aburrida, contenta o emocionada.
El último día que la vi fue en la entrega de los diplomas del tercer año en un modesto acto de despedida con autoridades del plantel. Pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de los chilangos y se fue sin despedirse siquiera. Por cierto, con la Ratoncita, excepto en un par de ocasiones que nos saludamos, jamás sostuvimos una conversación formal durante los tres años de la secundaria y todo debido a mi excesiva timidez.
Cut Domínguez. Es periodista cultural. Ha dirigido espacios como la jefatura de Prensa de Difusión Cultural de la UNAM; coordinador de Prensa en la Ciudad de México del Festival Internacional Cervantino; Subdirector de Difusión del Polyforum Cultural Siqueiros; Jefe de Prensa de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes. Asimismo, ha sido colaborador de diarios y revistas nacionales.