Julia se dio cuenta de que la vida no tenía sentido cuando su hija Renata cumplió diez años. Ya no pudo inyectarle ese voluntarismo y alegría irresponsables con las que educó a los hijos mayores. Por eso preparó a la niña para cuando llegara el momento. No había opción.
Renata era la menor, así que sería la única formada con plena conciencia de que su destino era la infelicidad. Julia lo meditó mucho tiempo antes de emprender la tarea. Aunque angustiada, porque no podía deshacerse de ese sufrimiento de madre que acudirá al proceso de derrumbe de su vástago, sintió alivio, porque ese acto, bondadoso y honesto, sería su herencia para el mundo, la justificación de su existencia.
Desde entonces no tuvo piedad para decirle a la niña que nada era para siempre, que el amor no existía, por supuesto las princesas tampoco y “qué bueno, para que así de una vez aprendas que si no trabajas, no comes, porque no habrá quién te rescate. Lo peor, mi hijita, es que aunque quieras, nada, absolutamente nada evitará que año con año te hundas más en la desesperanza, la nostalgia y la soledad. Grábatelo bien Renata, estás sola”.
El entrenamiento fue intensivo. Cada vez que la niña y después la adolescente, parecían ilusionarse con algo, Julia cuestionaba todo hasta despedazar el sueño. Renata, al llanto y Julia a la carcajada noble y abierta: “Vive lo que tengas que vivir y alégrate cuando estés a punto de caer. Por ahí vas bien; ese es el único terreno seguro”.
La joven le lanzó una mirada de odio y como toda adulta en ciernes se dio a la tarea de demostrarle que la vida podía ser distinta. Julia, los ojos verdes brillantes y risueños, encendía un cigarro, se sentaba en el pequeño banco de la cocina con la cabeza en alto, tamborileando los dedos sobre su muslo y escuchando, paciente, la perorata romántica y optimista, hasta el ridículo, de su hija.
—¿Y qué más? Mira, mejor apúrate porque para hacer eso que dices te van a faltar vidas y mientras, no me quites el tiempo porque tengo mucho que hacer– concluía burlona, parándose de su asiento.
Renata enfurecía. Su madre estaba equivocada. Muchas compañeras del colegio eran felices, había varias enamoradas y no por eso renunciaron a sus inquietudes de independencia. No había por qué amargarse tanto. “Estás loca”, dijo entre dientes y Julia, que más que buen oído siempre confió en su experiencia, respondió: “ya verás qué tan loca estoy, niñita babosa”. La joven palideció del susto y de sorpresa pues su frase había sido casi un susurro.
Se fue de la casa. Julia la vio partir y lloró un poco. “Estás sola”, se repitió y como cuando se fueron su esposo, sus hijos, su ilusión, se lavó la cara, lanzó un pedido al cielo para que protegiera a la menor y salió a regar las plantas, saludó sonriente y coqueta a sus vecinos, se enteró de algunos chismes de la colonia, le dio de comer a sus gatos y se sentó en el banquito de la cocina a fumar.
Qué largas noches. Qué insomnio eterno. Como un fantasma recorría cada habitación verificando que todo estuviera en orden. Una a una apagaba las luces hasta llegar a su propio dormitorio. “A mí nunca me avisaron que así era la vida. Agradéceme, Renata, que te estoy poniendo al tanto”, se decía en silencio con los ojos cerrados y las manos juntas, como lanzando una oración antes de acostarse.
Renata trabajó, se enamoró, se aburrió. Metidas hasta la médula, hizo las mismas preguntas que su madre y todo destrozó, aunque luego, todo reconstruyó. Sintió ese cansancio que viene de muy dentro, desesperación. Encuentros: se empalagó con tanto dulce; buscó lo agrio, lo salado, algo consistente con qué hacer digestión; desencuentros, búsqueda eterna de algo, alguien inamovible en qué apoyarse. Su pisada se hundió y respiró con triste alivio. Regresó a casa.
Besó a la anciana en la frente. Una sonrisa suplió a la carcajada. Le cerró los ojos verdes brillantes que todavía la miraron risueños.
Le dio de comer a los gatos, recorrió las habitaciones en donde pasó su infancia, donde escuchó por años los sollozos secretos de su madre para luego encontrarla radiante, irónica, lista para la siguiente batalla. Apagó una a una las luces. Se sentó en el banquito de la cocina y prendió un cigarro. Lloró un poco. Con una sonrisa serena lanzó un beso al cielo y agradeció. Una conocida carcajada estalló en sus labios. Había ganado la partida. En ese momento, era feliz.
Narradora, Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.