Quizá la vida no sea más que un juego en el que sólo gana quien se deshace de toda esperanza. Se trata de poner a prueba el más grande anhelo. Intentar despedazarlo. Abrir las puertas de todas las ilusiones asociadas a él, adentrarse en ellas con lo peor de ti mismo hasta descubrir ese muro del que no podrás pasar jamás.
Pero no te confundas. Aún cuando desde el inicio sabes que no habrá salida, debes comprobarlo. Es necesario andar y andar hasta desintegrar toda fe, toda confianza. Es menester poner a prueba el deseo hasta declarar, en una amarga victoria, que en efecto, nada justifica la vida.
Necesitas paciencia para no confundir el optimismo mediocre de la avanzada con la arrogancia de quien cree tener en sus manos una solución. Advierte que en el camino encontrarás falsos consuelos, algunas sonrisas de ánimo que pretenden que desistas y te conformes con deseos más bajos que los anhelados.
Casi me ganas la partida. Anunciaste varias veces que ya no podías más, que no tenías ya fichas de futuro. Te presté algunas de las muchas que yo guardaba para que siguieras jugando. A mí nadie me las repuso, ni siquiera tú cuando viste multiplicadas tus esperanzas.
Empecé a darme cuenta de que no eras un jugador limpio. Pretendías quedarte sin vida sin haber siquiera abierto la puerta del intento. Yo lo hacía por ti y en esa suplantación de jugadores, tragué, como si fueran mías, tus fichas más deleznables.
Me hice cómplice de los abusos que ejercías sobre el otro jugador, es decir, contra mí misma. Y ya casi deshecha, para no perder, cambiaste la táctica y de nuevo me ilusionaste con la promesa de consolidar “nuestro más grande anhelo” como tú también lo llamabas.
Poco a poco fui deshaciendo tus trampas, perdí la confianza, gané miedo, mucho miedo. Iba ganando.
Así avanzamos. Nos fuimos pudriendo por dentro. Tú advertías que ya estabas enfermo del corazón, no resistirías una puerta más, un muro más.
Yo sentía el estómago arder, los intestinos creciendo, acumulando cada vez más miseria, envenenándome la sangre. Lo sabías. No sé si lo hiciste a propósito. No, creo que no. Lo único que te importaba era ganar, así que provocabas mi furia para agudizar tu dolencia.
La sangre ya no circuló en la mitad de la cara que se rindió adormecida; el globo ocular, reventando, mostró diminutas venas de fuego; la quijada presionó hacia arriba como queriendo triturar toda la dentadura; pequeñas descargas eléctricas ascendentes en el brazo anunciaron el corto circuito; después el dolor en el pecho que confundí con las consecuencias de mi tabaquismo y el cerebro clamando venganza o quizá ya estallando.
Tal vez la vida no sea más que el juego de identificar lo que no se quiere. Avanzo y avanzo en ese mismo camino hasta comprobar que ahí no hay salida, que es un círculo cerrado, que he pasado mil veces por el mismo paisaje, que sería necesario romper el muro para poder ver más allá.
A mis cuarenta años he derribado muchas paredes y me he encontrado con laberintos que dan la ilusión de nuevos corredores y que no me llevan más que al mismo lugar. ¿Será todo así? ¿Será que no hay nada por descubrir? ¿O quizá no he puesto suficiente atención en las sendas y ya mi mirada, como de una anciana, no se detiene más que en lo conocido?
Fui yo la que sufrí un infarto. Casi me ganas. Casi destruyo tu argumento. Pero sigo viva.
Te pido otra oportunidad. Sigamos jugando. A ver si ahora sí abro esa puerta, la única que me queda. A ver si ahora sí me fulminas, si esta vez puedes acabar de partirme el corazón.
Narradora, Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.