Estaba en la casa de unos amigos cuando Ivo, el hijo menor de los anfitriones, de 12 años, empezó a toser muy fuerte y su mamá lo abrazó. Como he tenido una tos persistente por varias semanas, observo que quienes tosemos perturbamos a los otros. No digo que necesariamente mal, solo que es inevitable que se preocupen o que interrumpamos o que se saquen de onda.
Le comenté esto a Ivo, especialmente el hecho de que muchas mamás nos preocupamos demasiado por la tos de los hijos, es como oír inevitablemente un malestar que, entre tantos (muchos que ni siquiera oímos), no quisiéramos que sufrieran. Entonces Ivo hizo el comentario: “Uy, y eso que no has oído a los vecinos”. No entendía a qué se refería, ¿tosían mucho o qué?. “No -me dijo- todo el tiempo su mamá les grita a sus hijos cosas horribles”.
Ivo estaba haciendo una asociación empática. Si nos pasa algo cuando alguien tose, imaginen lo que nos pasa cuando escuchamos que se está ejerciendo violencia contra unos niños. El grado de nuestra perturbación, preocupación o empatía dependerá de qué tan normalizada esté en nuestro entorno la violencia.
Notamos que alguien tiene tos porque no es el estado habitual de la salud. Ivo nota y le preocupa la violencia de los vecinos porque no es lo que vive en su casa. Le pregunté si él se asustaba cuando oía eso y dijo que sí; entonces, le dije: imagínate lo que sienten esos niños, porque eso que viven es violencia y no es normal ni aceptable.
Casi todos hemos sido testigos (sino es que víctimas, pero hoy me estoy refiriendo en especial a ser testigos) alguna vez de violencia, ya sea ocasional o de forma sistemática.
En nuestros cursos solemos preguntar a la gente cómo reacciona cuando le toca ser testigo de violencia. Las respuestas varían desde luego con el grado de involucramiento que se tiene con las víctimas, además de toda una complejidad de factores como es, primordialmente, la consideración de la propia seguridad.
Es verdad que vivimos en una cultura predominante de “no meterse para no tener problemas”. Esto ha sido investigado desde diversos estudios, cito el de Este país, numero 315, en el que se demuestra en una encuesta cómo los mexicanos tienden a ser más individualistas y menos solidarios. Con todo, hay que resaltar siempre los actos de que no responden a esa cultura dominante, que siendo minoría, no son pocos y sus acciones hacen la diferencia.
Puede tratarse de violencia en la calle, en el transporte público, en unidades de servicio, en el trabajo o en nuestro vecindario, y aunque nos gane el voyerismo, la consigna predominante es que es mejor no meterse.
Y me parece muy importante cuestionarnos como sociedad esa idea porque estamos confundiendo varios niveles, el respeto a la libertad, la individualidad y decisiones de los otros con la obligación que sí tenemos, ética y legalmente, para denunciar la violencia, especialmente la que se comete contra los que están en situación de vulnerabilidad para defenderse y esa es particularmente la de las niñas y niños maltratados.
El caso del niño torturado Anthony, recientemente denunciado y atendido por las autoridades es de violencia extrema, y se pudo detener gracias a la valiente denuncia de una testigo.
Pero la violencia de golpes, abusos, humillaciones, gritos y amenazas a los niños y niñas es una realidad avasalladoramente generalizada y comprobada con estudios como el de Ririki Intervención social en 2013: Detrás de la puerta que estoy educando. Violencia hacia niñas y niños en el ámbito familiar en México, coordinado por nuestra colega colaboradora de Mujeres Más, Nashieli Ramírez, y que no puede seguir siendo normalizada y sobre todo omitida por sus testigos. Esos niños y niñas maltratados son los vecinos de alguien, los sobrinos de alguien, los alumnos de alguien que sabe y que en principio está obligado a denunciar. No necesitan llegar al extremo de Anthony.
En mi experiencia, cuando las familias toman conciencia de que lo que pasa dentro de la casa no debe quedarse ahí o no es un asunto privado si eso vulnera los derechos de alguien, cambia su actitud respecto a la idea de que están en su derecho de hacer lo que sea con sus hijos. Es uno más de los caminos para romper la impunidad.
Las denuncias de este tipo hoy pueden ser hechas de forma anónima al DIF. También aclaro que el DIF no llega y separa a los niños de sus padres así porque sí. En mi experiencia, hace un seguimiento y derivación terapéutica según cada caso y solo en los casos de riesgo extremo ocurre la separación.
Es verdad que nuestros sistemas de justicia tienen muchas limitaciones, pero a los ciudadanos toca hacer uso de las instituciones y señalar sus problemas también para que sean más eficientes.
En resumen, “meterse” (ser metiche, para entendernos) es actuar donde invadimos la libertad de otros, pero cuando las acciones de alguien vulneran o lastiman a otros, especialmente a los más vulnerables, es un deber ciudadano dar o respaldar la voz de quien no la tiene a través de la denuncia.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.