«TENGO ALGO QUE DECIRTE»: Cruzando amores - Mujer es Más -

«TENGO ALGO QUE DECIRTE»: Cruzando amores

No te muevas… 

 

Quedé sola, pegada a una pared sin saber qué pasaría; escuchando perros a lo lejos que no dejaban de manifestarse y que trataban de poner en evidencia que eran más fuertes que yo. Mi corazón latía y se ahogaba como nunca.

Ya le había dicho a él que mejor no lo intentaba de nuevo, pero bien dicen por ahí que la tercera es la vencida, y había que hacerlo. No me quedaba nada en casa. Mis hijos se habían ido con la abuela y no querían saber de mí. Al ahora ex marido le habían prohibido acercarse después de que lo metí al tambo por violento.  

Él, mi amor, vivía allá desde hace años. Se había casado con una señora que le dio la residencia. Dejaría a la esposa en cuanto yo llegara. Me decía que lo alcanzara, pues a la larga, podía conseguir mis papeles y algún día los de mis hijos para que estudiaran de ese lado.

Y con esa idea en la cabeza, viajé a Reynosa para cruzar. Él tenía todo arreglado con los coyotes. Había que esperar a que nos avisaran que vendrían por nosotros. Cuando lo hacían, empezaba esa incertidumbre llena de frío. Confiaba en él. Eso era lo único que me tenía tranquila.

Debía obedecer lo que me indicaran y hacer lo que me pidieran. La primera vez nos dejaron a la mitad del puente. Me imaginaba uno normal como los que se ven en fotos de revistas, pero este era diferente. Tenía una malla a la orilla que debíamos saltar y caer del otro lado en el mismo nivel. Se podía ver a lo lejos a la migra acercándose en esos terrenos amplios. Así que pronto tuvimos que saltar de regreso y salir corriendo para que no nos alcanzarán. 

Semanas después, repetimos el mismo proceso, sólo que esta vez, el coyote se equivocó de tiempo y después de saltar la malla y caer a esa tierra de nadie nos atraparon y nos metieron al bote un día. Mi compañera de viaje cayó mal. Solo escuché su grito y vi de reojo cómo la migra se la llevaba en una camilla. Nos trataron bien. Lo único que recuerdo es que ponían el aire frío lo más fuerte posible; creo que era a propósito para lastimarnos sin decir que lo hacían. Aprendí que si te atrapan, no pasa nada

Me negaba a intentarlo de nuevo pero él me convencía con esa seguridad suya de que todo estaría bien. Yo era la “cuidada”. De alguna manera debían tratarme bien. Aún así, le dije muchas veces que sería la última vez. 

Ésta fue diferente. Nos acercaron al río y bajaron de unas camionetas unas lanchas que se inflaban muy rápido. Cuando estuvieron listas, nos subieron de diez en diez en ese silencio oscuro que se llena de angustia.  

llegar al otro lado, caminamos cuatro horas sin saber qué pisábamos, hasta llegar a un terreno con milpa. Por primera vez sentí miedo porque estaba despejado y no podías esconderte. Corrí como pude hasta esa pared donde se escuchaban los perros. Habían dicho que si llegaba, no podía moverme y tenía que esperar una señal para ir con paso rápido sin hacer ruido a una casa cruzando varias calles.

Aún cuando estaba apalabrada nuestra llegada, se negaron a recibirme. Estaba sola y me echaban a la calle. Así que me llevaron en una camioneta donde estaban por lo menos 20 de los que habían cruzado el río, amontonados, sudados, agotados. Era la casa de una señora que vendía droga. En la entrada tenía una escultura grande de la Santa Muerte. 

Los minutos se hacían horas de espera con mi hombre… el alivio nació con su mirada. La sorpresa fue que aún faltaba otro retén de la migra en la carretera. Lo bueno fue que los dos nos fuimos una semana a casa de otra pareja en la que me sentí cobijada por sus brazos mientras que arreglaba ese nuevo paso en nuestras vidas. 

Sonaba sencillo. Me subí a un trailer con otras dos personas en un camino que parecía no tener piedras. De repente, el chofer nos indicó que “había que esconderse y rezar en silencio para que no nos echen los perros”. Mi escondite fue en la tercera “cama” entre colchones que se aplastan en la parte superior de la cabina. Cuando los choferes quieren descansar en el camino, basta darle a un botón para hacer de ese espacio limitado uno cómodo donde duermen. Ahora era mi tortura. Pedían no respirar… ¿cómo hacerlo si mis pulmones eran una hoja de papel?

Tuvimos suerte. Pasamos el retén y unos kilómetros adelante, me bajaron en una gasolinera abandonada de esas que parecen de película, donde mi pareja me esperaba.

Estuve dos años del otro lado. Regresé por mis hijos. Hoy sé que no lo haría de nuevo ni por mí ni por nadie. Aprendí que no tenía miedo a la muerte. Mi miedo fue a lo desconocido. Ya en el camino, era sólo tener valor. 

 

 

Citlalli Berruecos. Tiene estudios de Sociología en la UNAM y la Universidad Complutense de Madrid, España. Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesa, UNAM. Maestría en Educación con especialidad en Educación a Distancia, Universidad de Athabasca, Canadá. 

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