«EL RELATO»: Un cafecito - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Un cafecito

Luego de dos horas ininterrumpidas preparando cafés de todo tipo, Tomás estiró los brazos hacia arriba. La playera que llevaba puesta se levantó dejando al descubierto un musculoso y velludo abdomen. Sara, dueña de la cafetería, emitió un suspiro involuntario.

Aunque el veinteañero de inmediato cubrió de nuevo su cuerpo, la cincuentona fijó sus ojos en el pedazo de tela que ahora ocultaba la fuente de su placer.

No hay nada más varonil que los vellos en la panza y el pecho, ¿no crees?, dijo la dueña mientras sus ojos recorrían la playera de su nuevo barista.

–Ahorita que está tranquilo voy a fumarme un cigarro– desvió el joven, interrumpiendo el éxtasis en el que su jefa se encontraba.

La mirada ahora era fría.

-Primero lavas los trastes.

-Pero no hay nada sucio…

-Ah ¿no?

Y como de rayo, Sara vació la sopa quemada de la olla en una más pequeña; cambió el pan dulce de plato; desocupó la charola de los pasteles y remató con unos recipientes de plástico grasosos. Fregadero lleno.

Tomás se tragó el coraje. Necesitaba el trabajo. Comenzó a tallar la grasa imaginando que era la gorda cara de la dueña. Sonrió y esperó que alguien llegara al restaurante.

Sara migró a esa ciudad hacía más de treinta años. Llegó llena de ilusiones y también de hijos. Cinco en total y una en camino. Siempre ambiciosa y con habilidades culinarias, abrió una lonchería que tuvo éxito. Su marido, mientras tanto, se involucró en la industria constructora que poco a poco fue llenando sus bolsillos de dinero.

Con el tiempo todo creció: la ciudad, los ahorros de la pareja, sus hijos, pero también el cuerpo de Sara y su rencor.

Uno tras otro, sus días eran idénticos. Se levantaba a las cuatro de la mañana, bajaba a la cafetería, limpiaba las mesas. Subía de nuevo a su departamento, daba el desayuno a los hijos, los llevaba a la escuela, abría el negocio. “Buenos días. ¿Cómo le va hoy? ¿Un cafecito?”, la frase que repetía al menos cincuenta veces, entre lavado de trastres y preparación de órdenes especiales. A las cuatro de la tarde, agotada, cerraba las puertas y comenzaba otra vez la limpieza.

Una mueca de gusto se dibujaba en su rostro cuando calculaba la cuenta del día. “Pero no es suficiente”, se decía a sí misma. Sola. Sentía una inexplicable angustia que calmaba comiendo restos de los pasteles que recién había horneado, el sandwich que no vendió, el chocolate que estaba a la vista. Se acercaba el momento de encontrarse con el marido. Ese hombre escuálido de baja estatura, que si bien en sus años mozos había sido un amante incansable, ahora –con una seria enfermedad a cuestas–, era una especie de capataz para quien nada estaba bien, compensando así el orgullo herido porque su cuerpo no respondía a las cada vez más desesperadas caricias de su mujer.

Sara esperó veinte años y cuando sus hijos se declararon independientes, ella también lo hizo.

Su rutina permaneció intacta salvo por las tardes en las que, magullada de tanto trabajo, iba al bar de la esquina en franca búsqueda de un hombre.

Las que pudieron ser divertidas tardes de coquetería, se transformaron en frustradas veladas que alimentaban sus deseos de venganza contra la vida. Aislada en una esquina, acariciaba su copa de vino caro y contemplaba con desprecio a los jóvenes que departían a sólo unos centímetros de ella.

Hasta la presión se le bajó cuando entró el alto y musculoso muchacho al restaurante. Necesitaba el trabajo de barista y tenía un inmejorable currículo. Un poco de compañía y sobretodo un “plus” a sus ventas, era lo mejor que podría sucederle.

Una semana a prueba y Tomás hizo un despliegue de habilidades. Los clientes lo halagaban y reconocían, pero lo que la tenía más impresionada era otra cosa.

Un cappuchino. El largo brazo del aspirante al puesto se extendía. Un expreso y se contraía ajustando la cantidad perfecta del grano en la máquina; luego, mostraba un músculo que se suavizaba, cuando con gracia remataba la bebida con un poco de salsa de chocolate. Ella observaba y cobraba. Lo contrató.

Muy guapo pero a mí no me va a ver la cara de tonta. Tiene que ganarse a pulso cada centavo que le pague”, se exigió a sí misma al tiempo que sentía su duro carácter debilitado cuando rozaba el cuerpo del empleado en el angosto pasillo detrás del mostrador y el olor del grano se mezclaba con el sudor del joven. Por eso apenas tenía un respiro entre café y café, ordenaba que se limpiara el piso, el anaquel, la jarra. Tom no paraba un segundo.

Pero él tampoco cedería un minuto de su tiempo y en punto de las tres de la tarde, así hubiera una decena de personas eperando ser atendidas, se despedía dejando muda de coraje a su jefa.

No le dolía tanto que dejara a todos con la palabra en la boca, sino a ella que se esmeraba por arreglarse a diario aunque para eso se levantara media hora antes de la acostumbrada y ya no se comiera el tentador antojito de siempre para reducir tallas.

Ese adiós de las tres, era como una bofetada. Por eso las órdenes eran cada vez más duras e insensatas.

Contrario a la costumbre, ese viernes no había ni un alma en la cafetería. Sólo se escuchaba de fondo la versión moderna y flamenca de “Bésame mucho” y el sonido producido por la fibra restregando una y otra vez la olla de metal.

Colocó la silla justo detrás de él para estudiarlo a detalle. Tom sintió la mirada recorriendo su nuca, la espalda, el nudo del delantal que, con descuido, amarraba a media nalga; las piernas y de regreso a la cintura. Tallaba con más fuerza y rapidez. La tensión crecía.

Los trastes limpios. Se dio la vuelta. Ella lo esperaba con un pastel en la mano.

-¿Quieres?

-No.

-¡Cómetelo! –ordenó con frustración—. Necesitas energías porque te falta el horno.

Tom la fulminó con la mirada. Inició la nueva tarea, pero esta vez limpió con tanta calma que desesperó a la migrante.

Impaciente le arrebató el trapo y lo arrinconó entre el horno y la pared mientras con furia le dio una demostración de la forma en que debía quitarse la grasa.

¿Dónde estaban todos?

-¡De aquí no te vas hasta que termines!

Ya no esperó. Cinco minutos antes de su habitual salida, la empujó para abrirse paso y cuando estaba a punto de cruzar hacia el mostrador, sintió el golpe en la nuca y cayó.

Don Luis tan puntual. Cappuchino a las tres de la tarde.

Un poco temblorosa y sudando, saltó por encima del cuerpo del barista, todavía con la pesada olla exprés en la mano.

-¿Qué le doy? ¿Un cafecito?

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe. 

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