¿Cuántas veces me habrán preguntado que por qué me gusta tanto Frida Kahlo?
La única que jamás se lo ha preguntado soy yo. No es que me guste Frida, me invade. La primera vez fue cuando era adolescente; fui con mis papás y hermanos a San Francisco y había una exposición de ella en el Museo de Arte Moderno.
En aquel tiempo no era ni una décima parte de lo famosa que es ahora. Recuerdo haber recibido el impacto de su temperamento en mi entonces nubil ser. Tendría por mucho 15 años –tal vez menos–. Mi papá me dijo que yo me parecía mucho a ella en muchas cosas, que igual que ella yo coleccionaba juguetes mexicanos y dibujaba en las esquinas de los cuadernos.
Cuando regresamos a México, mi papá me regaló mi primer libro de Frida: “El Pincel de la Angustia“, de Martha Zamora (quien hace poco me lo autografiara) y que hoy atesoro. Supe de su infancia, adolescencia, de su inquietud por conocer más allá, por no conformarse con formalismos de la época, por saber, probar, ver todo lo que había a su alrededor.
Me identifiqué con sus amigas imaginarias y con sus estrategias para escapar de la realidad a través de un hoyo que ella dibujaba con vaho en la ventana de su habitación. Vibré con su primer amor por Alejandro y entendí perfectamente por qué perdió la cabeza y el alma por Diego.
Siempre he pensado que a mí me hubiera pasado exactamente lo mismo. No la culpo por ni una sola de sus incongruencias; es más, la exhonero en todas sus contradicciones. Hay mujeres que no pueden vivir más que con las emociones a flor de piel, y no saben conducirse más que por lo que les permiten sus pasiones.
Frida ha sido, desde que yo era niña, una especie de Diablo Guardián para mí. He leído tantas interpretaciones de su obra y tantos puntos de vista de su vida que hace mucho que desistí en tratar de entenderla.
Cuando llegué a vivir al entonces Distrito Federal, sabía que solo había un lugar en el que yo pudiera sentirme como en casa, Coyoacán. Hace mucho que mi mente venía de visita, ya era familiar para mí. Recuerdo mi primera visita a La Casa Azul, la misma emoción que cuando entré al mercado, caminé por la plaza, conocí la casa de León Trotski.
He caminado tantas veces estas calles, que cada vez estoy más consciente de la energía que tienen, del peso de la memoria de la gente que ha caminado por aquí.
He llevado infinidad de amigos a visitar la Casa Azul, todo el que me lo ha pedido ha encontrado en mí una entusiasta compañera de recorrido. Tengo que reconocer que la emoción al entrar no ha disminuido nunca y que cada vez que voy descubro algo nuevo. Intuyo un secreto a la vez, entiendo algún episodio, me encanta Frida porque era apasionada, intensa, porque no moderaba ni uno solo de sus impulsos; porque amaba estruendosamente todo lo que hacía; porque a pesar de estar tan locamente enamorada de Diego y tan involucrada con él en todos los aspectos, siempre mantuvo la originalidad impecable de su propio estilo.
Admiro a Frida porque era auténtica, desgarradamente humana y perfectible, porque vivía en la desolación y la alegría contradictoriamente cada día; porque era femenina y feminista, justa, leal, atrabancada y dulce; cálida, culta, empática, solidaria con el dolor y el sufrimiento ajeno.
He sido testigo de esta gran ola, de esta moda, de la “Fridamanía”. Algunas cosas me gustan, otras no, pero en general me encanta que la hagamos nuestra, que tratemos de hacerla parecida a nosotros, de verla como sería en esta época, o en otro país y contexto. Me gusta que otros artistas se quieran aproximar a su estilo pero siempre dándole el crédito de lo que fue y lo que es: mexicana, mujer, libre, profunda, irreverente, insurrecta con las normas.
Este año Frida cumpliría 110 años, a decir de sus conocedores, porque ella solía cambiarse la edad.
Pudo no existir Frida, pudo ser que no formara parte del partido socialista y que no se casara con Diego Rivera. Podría no haber existido la Casa Azul y fuera una esquina más del barrio de Coyoacán, y que no hubiera pintado Las Dos Fridas, pero qué bueno que las pintó; qué bueno que existió; qué bueno que levantó la voz y su pincel y que en cualquier país del mundo los mexicanos veamos un par de cejas unidas como palomas y un tocado de flores coloridas y pensemos que es un poco nuestra y nosotros suyos, que esta mujer trascendió las barreras del idioma y llevó su obra y estilo a todas partes del mundo; que todas las mujeres mexicanas llevamos dentro una pequeña, dramática y obsesiva Frida Kahlo.
Bárbara Lejtik, Licenciada en Ciencias de la Comunicación, queretana naturalizada en Coyoacán. Me gusta expresar mis puntos de vista desde mi posición como mujer, empresaria, madre y ciudadana de a pie.