«EL RELATO»: Mensaje - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Mensaje

Tenía que enviar ese correo. Mi jefa esperaba los datos para armar el proyecto.

Se había ido la luz en mi casa así que corrí al café internet que se encuentra a unas cinco cuadras. Tenía diez computadoras y a esa hora, once de la mañana, no había un solo cliente. La señorita de la recepción era una joven de unos veinticinco años, con el cabello largo, suelto, teñido de negro, ojos grandes, oscuros; el lápiz labial morado y una blusa de terciopelo, también negra, de mangas largas y cuello alto. Con sólo verla, me dio más calor.

Estaba sentada, recargada en el escritorio y las manos como sosteniendo los enormes y redondos cachetes. Lucía aburrida viendo una revista de chismes.

Ni se inmutó cuando me paré frente a ella. Carraspeé un poco para llamar su atención y sin mover la cabeza, me dirigió una mirada de fastidio.

Con lentitud deshizo su postura, sacó un cuadernillo de uno de los cajones del escritorio, abrió la carátula y fue pasando hoja por hoja hasta llegar a una que estaba en blanco. Después, de otro cajón, sacó un lápiz y un sacapuntas. Empecé a desesperarme.

¿Me puedo ir sentando, señorita?–pregunté con ánimo de no presionarla pero sí de resolver mi problema.

Le tengo que asignar máquina–respondió con frialdad, paseando la mirada por todo el local, como si estuviera lleno y tuviera dificultades para saber cuál de las diez computadoras podría utilizar.

Terminó de sacarle punta al lápiz. Me asignó la computadora número ocho.

Corrí hacia el lugar, asustada porque mi mensaje no llegaría a tiempo. La computadora era tan lenta como la dependienta. Por fin pude dar click en el programa para correos y apareció la barrita que al llenarse de color indica que está listo. Pero este rectángulo estaba en blanco.

Me rasqué la nariz, sólo por ocuparme en algo y distraer a mi mente de la imagen de asesinato que ya había armado y en la que la señorita moría estrangulada.

Regresé la mirada a la pantalla. Sorprendida, me di cuenta de que la barrita seguía inmutable. Me paré y fui hacia el escritorio. Ella, con los ojos cerrados.

Perdone, creo que no sirve.

Se irguió rápidamente, con la cara sudorosa. Me miró asustada y cuando reconoció el lugar, respondió muy molesta azotando la revista contra el escritorio:

¡Claro que sirve!

No, señorita, esto sigue parado.

No me respondió, sólo abrió un poco los ojos fingiendo sorpresa y se volvió a sumergir en su revista.

Desesperada y sin permiso, me pasé a la máquina de junto. La prendí esperando que funcionara pronto.

¿Cuál es la contraseña?–urgí a la empleada.

Eso sólo lo hace el dueño que hoy yo creo que no regresa.

Miré el reloj. Ya habían pasado veinte minutos. Enfurecí. Podía correr ocho cuadras más al siguiente Internet o ir a casa a ver si ya había regresado la luz. Indecisa y temblando de coraje, me quedé pasmada y comencé a presionar con fuerza el botón de escape de la computadora que seguía sin responder. Di golpes cada vez más fuertes sobre la tecla, que indiferente a todo, como la señorita, seguía sin funcionar.

¡Óigame! ¡La va a descomponer!–reaccionó de pronto con un grito.

Ya está descompuesta, ¿qué no ve?–reviré y al tratar de huir de ese lugar, tomé mi bolsa con tanto descuido que jalé los cables del monitor y se vino abajo.

¡Está loca!–gritó ella y por fin se puso en pie. Era enorme–de aquí no se va hasta que me pague.

Apreté los puños con una necesidad apremiante de golpear algo, a ella no porque era demasiado grande y las consecuencias serían terribles. Así que no me quedó otra más que sentarme de nuevo como niña castigada en el asiento número ocho y esperar la sentencia.

La señorita se comunicó con su jefe y le narró los hechos a su manera:

“… desde que la vi presentí que algo feo iba a pasar… No, yo la atendí muy bien, como siempre, pero es una histérica… ¿usted, cree? A ver, dígame cuánto le cobro… ¡Uy! ¡Pérdida total! Le digo que la aventó al suelo… la verdad me dio miedo… ajá, ok… claro, que no vuelva jamás por aquí… ay, señor, usted siempre tan lindo… me voy a tomar un tecito… sí, al fin que no hay nadie… gracias señor, no más le cobro y cierro porque traigo los nervios de punta”.

Me dirigió una sonrisa triunfal y con ojos chispeantes me cobró como si fuera una computadora nueva.

¡Es un robo!

Si quiere le hablamos a un abogado, pero tendría que pagarle sus honorarios y de todos modos no creo que se libre de lo que nos debe.

La infeliz tenía razón.

Espero que acepte tarjeta–dije conteniendo las ganas de abofetearla.

Por supuesto–respondió con dulzura y con una rapidez que no le vi en la hora que ya llevaba ahí. Sacó la máquina para cobrarme y me dio mi recibo en menos de diez minutos.

Se puso otra vez de pie, se acercó a mí y comprobé que mi cabeza quedaba a la altura de su cuello. Me palmeó cariñosamente el hombro.

Váyase señora, se ve que tiene prisa y no la entretengo más porque voy a cerrar.

Impotente y sin un quinto para el resto del mes, fui a casa. La luz había vuelto. Un mensaje de mi jefa en el teléfono advertía que no me preocupara, que se iría de vacaciones y que después veíamos los datos. Ella me llamaría.

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe. 

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