«EL RELATO»: Libre - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Libre

-¿A dónde la llevo?

-Aquí, nomás, a Reforma e Insurgentes, por favor.

-Carajo…-musitó Higinio.

-¿Cómo dijo?

-No, nada, señora. ¿Tiene alguna ruta de su preferencia? Es que el tráfico, ya ve, está imposible.

-Pues para eso está usted, ¿no?

Ahora sí, la mentada de madre la hizo solo mental. Apagó el letrero de “libre”. ¿A quién se le ocurría ir a esa zona a las dos y media de la tarde de un miércoles? Sólo a los turistas o a los necios. La señora se veía nacional y esa forma de responder, a la defensiva, debía ser de alguien de la ciudad. Conclusión: era necia.

Higinio respiró profundo y se preparó para una “dejada” de por lo menos una hora. Ajustó el retrovisor, tanteó a un lado de la palanca para verificar que todavía tenía agua en la botella y arrancó con calma, no había para qué aumentar la velocidad si a los 10 metros el tránsito estaba detenido.

-Oiga, señor, tengo prisa.

-Pues sí, pero es que Tlalpan es lo mismo, Cuauhtémoc está igual. Por eso le digo que si tiene una sugerencia, dígame.

La señora se quedó callada. Sacó su celular y dejó a Higinio en paz. Él abrió la guantera, sacó su colección de discos y escogió un “mix” tropical, su preferido para aguantar el calor.

La diosa de la cumbia, Margarita, no había interpretado más de dos estrofas cuando la señora manifestó su molestia:

-Al menos bájele el volumen, no puedo concentrarme ni hablar con nadie. Ya tenemos suficiente con los claxonazos.

El chofer la miró por el retrovisor. Las pupilas fijas en esa cara redonda y sudorosa enmarcada por un cabello rubio que dejaba ver la raíz negra. Volvió a respirar profundo y prefirió apagar el estéreo.

De pronto se abrió un hueco en la avenida. Higinio, animado, aceleró y a los 100 metros, otro automovilista, sin voltear siquiera, se pasó tímidamente al carril en el que el taxi ya había encontrado un poco de espacio.

Frenó con todo. Gritó una combinación de 10 groserías por segundo al distraído.

-¡Oiga! ¡Qué barbaridad! ¿Cómo es posible que conduzca de esa manera? Le voy a cobrar el médico porque por poco me estrello contra el vidrio.

-Se me metieron, señora, ¿qué no vio?

-No vi y en todo caso, eso le pasa por ir a altas velocidades.

No quiso discutir más. No fuera a ser que le volviera a salir lo Benítez y ahí sí no habría remedio.

Sintió el estómago contraído. No solo por la pasajera que era francamente insoportable sino porque el coche que se metió iba a una velocidad increíble: 20 kilómetros por hora. ¿Para qué se había cambiado de carril? Se hubiera quedado en el de baja.

-Me lleva la… -la conclusión de sus pensamientos se le salió de los labios.

-Bueno, pero ¿qué modales? Está usted con una dama así que mida sus palabras, por favor. Por eso estamos como estamos, deberían darle licencia sólo a los conductores que por lo menos hayan concluido la preparatoria, ¡carambas!

Higinio sonrió con ironía. “No, señora, deberían pedir con doctorado porque ni la maestría alcanza”, respondió en su cabeza.

El entrometido se salió del carril y dejó de nuevo el espacio libre. Higinio volvió a acelerar y se sintió casi feliz de ver, a unas 10 cuadras, la glorieta de Insurgentes.

-Ya ve, así con paciencia y buenos modos, las cosas se arreglan. No tiene usted por qué enojarse ni decir majaderías, debe usted tratar muy bien a su clientela y respetar todas las señales de tránsito, porque si aquí dice que la velocidad debe ser…

Aceleró un poco más. La señora lo estaba poniendo cada vez más nervioso. ¿No podía callarse?

Semáforo en rojo.

Higinio frenó, resignado.

Verde. No pudo arrancar porque unos camiones se quedaron a la mitad. Era inútil el escándalo de los cláxones porque ya se había hecho un nudo. Un policía se aproximó, nadie supo para qué porque sus silbatazos no servían de mucho.

Higinio miró por el retrovisor. Las pupilas verdes de la señora estaban clavadas en las suyas exigiendo una solución. Él no se inmutó. Pasaron unos minutos. Silencio. Decidió prender la radio. Se entretuvo buscando una estación.

-Mire, señor. Yo sé que a usted no le importa, porque ni trabaja, pero yo sí tengo que llegar a una cita muy importante, así que en lugar de buscar amenidades, debería estar…

Rojo. La cara se le encendió. Qué manía de algunas personas de andar diciendo lo que la gente “debe” hacer. Escuchó la perorata a lo lejos. Respiración agitada.

Verde.

La señora calló porque el acelerón del taxi la empujó hacia atrás. Higinio se metió al carril de baja y, en cuanto pudo, dio vuelta a la derecha en la esquina, furioso, metiéndose por los huecos que los otros automovilistas dejaban.

-¿Qué le pasa? ¿Está loco?-gritoneó la pasajera.

-Usted quería una ruta, ¿no? Pues ahí le va…

La señora vio que el taxista se alejaba cada vez más de Insurgentes y se internaba en colonias desconocidas para ella.

-¡Deténgase! ¿A dónde me lleva? Para acá no está Reforma…

-¡Ya cállese! Ahorita la voy a llevar a su destino.

Rojo.

Higinio Benítez se dio tiempo para escuchar una vocecilla en su interior que le advertía que parara. Lo consideró unos segundos pero ya no esperó el cambio de luces.

Aceleró de nuevo. Ahora, cada palabra escuchada lo llenó de satisfacción: “perdóneme”, “yo sólo quería”, “aquí ya, por favor”.

Se detuvo por fin a orillas de un basurero.

-Bájese.

-No, por favor, señor se lo pido, lléveme a Reforma-lloriqueó la señora sin control alguno.

-Se quería bajar, ¿no?, ¡pues órale!

La señora no se movió de su lugar. Sí, lo supo desde el principio, era una necia.

Higinio se bajó, le dio la vuelta al coche, abrió la puerta de la pasajera y la sacó tirándola del cabello.

-¡No, por favor, no!- imploró en el suelo, hincada.

Fue lo último que dijo porque Benítez sintió asco y le cerró la boca de un patín, directo a la mandíbula, que noqueó a su pasajera.

-A mí nadie me habla así, ¿entiende? La aguanté mucho tiempo, no respondí a sus ofensas, escuché sus humillaciones… Tuvo muchas oportunidades, ¡pero no, necia, siguió jodiendo! ¿No le dije a usted que a mí me chocan los necios? ¿Que no lee usted los periódicos? No, la señora cree que porque uno maneja no lee, no estudia, no nada. ¿Quiere usted que le cuelgue mi certificado de Maestría para que me respete? Bueno, pues como no voy a hacer esas ridiculeces, usted ya va aprender a respetar a la gente nada más por eso, porque es gente-la sermoneó mientras la pateaba una y otra vez con sus zapatos recién boleados.

La señora, ensangrentada, balbuceó algo.

-Me lleva… Por más que le doy oportunidades, no quiere. Está bien. Una vez más, tendré que ayudar a este país a quitar la basura.

Caminó con calma y seguridad hacia el auto. Abrió la guantera y sacó un par de guantes de cuero nuevos. Se los colocó y comprobó que sí, que esa era su talla. Los anteriores le quedaron un poco apretados, por eso el estrangulamiento, que era su método favorito, duró mucho tiempo, minutos extras que le quitaron encanto al acto. No había podido mover bien los dedos como con éstos. Sonrió satisfecho por su compra y regresó al lugar en donde la señora, que yacía boca abajo, todavía viva, intentaba moverse.

La colocó boca arriba. Los ojos verdes ahora no dieron órdenes, por el contrario, suplicaron. Higinio se detuvo apenas para mirarla, levantó un poco la cabeza de la pasajera, casi con dulzura, le acomodó los mechones rubios a un lado para despejar la cara y el cuello y luego, en dos segundos, la desnucó.

Arrastró el cuerpo hasta enterrarlo debajo de una de las montañas de desperdicios.

Subió a su taxi. Bebió un poco del agua que todavía quedaba en la botella, arrancó y volvió a encender el letrero de “Libre”.

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe. 

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