Tenía tal vez 12 años de edad cuando me di cuenta de que mi tía Naty era distinta a las demás. Muy blanca –rubia– ojos claros, facciones armoniosas y un cuerpo delgado, quizá tonificado, como ahora se dice. Siempre andaba vestida de pantalón y camisa. Creo que fue a mi papá a quien le pregunté por qué mi tía no usaba faldas ni andaba con vestidos. “Porque es marimacha, hija, le gustan las tortillas”. ¿Qué es eso pa’?, le cuiestioné. “Pues que le gustan las mujeres”, dijo.
Vivíamos en Minatitlán, Veracruz. En mi casa siempre recibíamos con gusto a Naty. Llegaba de Acayucan –a media hora de distancia en auto– manejando su Jeep, fumando un cigarro tras otro.
Prima-hermana de mi mi mamá, siempre tuvo una relación muy de “cuates” con mi papá. En mi casa su presencia era constante. Llegué a conocer a alguna de sus novias. Era común que ambas se quedaran en mi casa. Ella buscaba mucho a mis papás porque –después entendí– se sentía libre del reproche.
A principio de los 80, un buen día Naty llegó de buenas a primeras a decirnos: Me caso. ¿Cómo? ¿Con quién?, todos preguntamos incrédulos. “Pues con Fernando. Ya en mi casa me tienen hasta la madre, todos los días me chingan que por qué no me caso, por qué no tengo hijos, por qué no tengo una familia. Lo único que quiero es darles gusto y que me dejen en paz”.
Así lo hizo. Un buen día se casó. Todavía recuerdo lo bellísima que se veía con su vestido blanco de novia junto a su apuesto y futuro esposo. Todo mundo decía abiertamente que “¡al fin!, ¡qué bueno que Naty dejó sus locuras! ¡Qué alegría que ya asentó cabeza!”.
Júbilo familiar. De “velo y corona” en la iglesia y hasta acompañada por pajes, madrinas y padrinos. La fiesta en toda su elegancia. Los invitados amanecieron bailando. Todo en una gran armonía familiar.
De la fiesta nos regresamos a Minatitlán. Justo habían pasado tres días, cuando una tarde mi tía llegó con su “esposo” pero con su novia de siempre. “¿Y ahora qué pasó?”, le preguntó mi mamá. “Pues nada, simplemente que ya le di el gusto a mis padres. Ya me casé, ya me tomaron fotografías, ya tuve fiesta, ya dejé de avergonzarlos en la sociedad y ahora sí a vivir mi vida como yo quiero”. Así de directa mi tía.
Ya no supe a detalle qué pasó, solo que efectivamente dejó al novio y, sin más, partió en su Jeep con Elda, el amor de su vida. Del novio nunca más supimos, lo que nos dijo es que se iba a Chiapas. De ahí perdí la pista a mi tía Naty, entre otras razones porque me vine al Distrito Federal. Luego supe que había decidido ser madre y que abiertamente a su hija le decía: “mira, yo soy tu mamá Naty y tu mamá Elda”.
Todavía recuerdo que entre las “justificaciones” que algunos de los miembros de la familia daban a la homosexualidad de mi tía, es que su papá quería forzosamente tener un hijo y que desde que ella nació la vistió como hombre; después la enseñó a montar a caballo, manejar tractores y todas las actividades relacionadas con el enorme rancho del que eran propietarios.
Con motivo de la Marcha del Orgullo Gay, quise escribir la historia de mi tía. Hoy tiene 60 años y puedo decir que me siento efectivamente orgullosa de ella. Qué manera de imponerse a la homofobia y a los convencionalismos estúpidos. Los prejuicios desafortunadamente prevalecen, por eso la historia de mi tía cobra para mí una gran relevancia. Siempre fuerte y valiente como muchas mujeres en este país.