Mis lentes necesitaban aumento. Hacía años que había terminado la maestría, pero mantuve el hábito de la lectura que después se convirtió en escape de la realidad. Mi vida era tan monótona, que me gustaba fugarme en historias de otros, imaginarme en países diferentes, convertirme en protagonista de novelas de todo tipo, políticas, criminales, de amor. ¡Ay! De amor…
No supe cuándo renuncié a “eso”. Lo mío era el trabajo y de ahí que me convirtiera en una alegre esclava moderna que doblaba las horas laborales que la ley imponía a la semana por puro gusto. ¿O soledad?
Pero ni así me alcanzaba para otros lentes. Sentía los párpados pesados apenas abría los ojos en la mañana. Me costaba mucho trabajo levantarme.
Mis jefes lo notaron y me dieron vacaciones a fuerza. Los dos primeros días hice una obsesiva limpieza de mi casa y no habiendo más que pulir, acepté la invitación de una amiga a una fiesta de su oficina.
Él ya me había visto pero yo me di cuenta de su existencia después de varias cervezas. Me pareció espantoso. Se plantó frente a mí y sonrió mostrando su chueca dentadura. Acabamos en un bar de donde nos corrieron porque ya amanecía. Yo lo agradecí. Si bien había reído mucho con sus ocurrencias, estaba cansada, borracha y desilusionada. Era tan feo.
—¿Desayunamos?
—Sí, cómo no.
Confié en que no se acordaría. Después de las cervezas, cubas, tequilas, esos nuevos refresquitos energéticos –con los que bailé como si fuera el último día–, desgreñada de tanto movimiento y maquillaje corrido, dormiríamos al menos veinticuatro horas seguidas. A las seis de la mañana cerré las cortinas y a dormir.
En punto de las 10:30 tocó. ¡No puede ser! Desayunamos. Seguía siendo horrible, pero era simpático. Ahí me enteré de que era más chico que yo y tenía un hijo al que por cierto recogería y por lo tanto dimos por terminado el encuentro. Respiré tranquila aunque me quedó una estúpida sonrisa involuntaria. ¿Cómo? Yo no soy así.
Llamó a diario. Tirada en la alfombra contemplaba el techo, las paredes de mi casa, el triste y acogedor silencio interrumpido por esa insistencia. No contestaré.
—¿Bueno?
Las pláticas se extendían por horas y eso que un minuto antes de sus llamadas hubiera jurado que me había quedado muda. De cualquier modo, rehuía verlo. ¿Qué tal que me comprometía con ese monstruo? No.
No pude negarme más. Acepté acompañarlo a una boda que era en un pueblo alejado. Era extraño, pero ese día no lo vi feo. ¿Qué me estaba pasando? Mientras manejaba, observé sus gestos, ademanes. Hacía tanto tiempo que nadie me trataba con cortesía. Me relajé.
—¿Traes “merca”?
Nervioso, respondía que no a amigos y familiares que apenas notaban su presencia; parecía que veían al “Padrino”. Admitió que sí, que “a veces” fumaba un churro. No me importó. Mi adicción al tequila quizá era más preocupante.
—¡Arriba los novios!
—Oye, ¿eres casado o divorciado o separado o..?
—Casado.
—Ah.
Ya no contesté.
Como todos los domingos, ya llevaba más de medio día pensando si me bañaba. ¿Para qué? Después de otro libro y cansada de contemplar mi casa, miré por la ventana a la gente en la calle. Uno de ellos me pareció conocido.
Recibí a la visita sorpresa. ¿Qué hizo en siete días que se veía guapísimo? ¡Ay! ¿Qué dije?
Me puso las cartas sobre la mesa. Su plan era el siguiente: casarse (otra vez) y tener más hijos.
—¿Sí o no?
—Divórciate y hablamos.
Apenas se marchó, me regañé. ¿Sería posible que estuviera emocionada? Me sentí ridícula. Llevaba años tratando de convertir a mi soledad en una aliada, intentando no verla como una triste compañera y ahora ¿echaría todo mi esfuerzo por la borda? ¡No! “Y ya quítate estúpida risita”, me dije a mí misma, mientras, por fin, entré a la regadera.
Ya limpia me puse otra vez la pijama y volví al punto en el que inicié el día: Mm cama. Observé las paredes. Me acordé de su risa desparpajada. Mis libros. Su mirada penetrante. Su torpe ternura. El techo sin pintar.
Tripliqué mis horas laborales. Quizá así disiparía la tentación de entregarme por completo al vacío.
—¿Te quieres casar conmigo?–dijo mostrando el acta de divorcio.
El papel del dictamen tembló en mis manos. Pasé la vista sobre el documento, me seguí con las paredes, ventanas. Cansancio extremo en esa búsqueda diaria de motivos, pretextos para sobrevivir. Las horas pasaban tan lento. Era prácticamente una muerta en vida. Nada más me faltaba el ataúd y estaba a punto de conseguirlo. Sólo tendría que decir una palabra. Mis ojos se detuvieron en los suyos:
—Sí.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.