«EL RELATO»: La franja - Mujer es Más -

«EL RELATO»: La franja

Lo conocí en el tren, en medio de los fantasmas en que nos convertíamos los pasajeros en el recorrido. Siempre callados porque cualquier intento de plática era silenciado por el ruido de la máquina. Mirando sin ver. Perdidos cada uno en sus pensamientos o en el mar que nos acompañaba a través de la ventana. Quince minutos que parecían una eternidad. El tiempo ahí se detenía; uno podía repasar su vida desde la infancia e incluso proyectarla hasta la vejez… otros, luego lo supe, hasta la muerte.

El y yo viajábamos solos. Como casi todos, colocábamos bolsas, libros y chamarras a nuestro alrededor para evitar así que alguien se acercara, que rompiera nuestro infeliz pero seguro cerco de soledad. No era necesario. Además de que el tren iba medio vacío, la gente no hurgaba en emociones de otros y, por supuesto, no esperaba que alguien lo hiciera con ellos.

En eso nos diferenciábamos. Y hablo en plural porque desde que lo vi, reconocí en él mi mirada. Ansias de cercanía. Búsqueda silenciosa y a veces violenta de contacto, ternura, descanso.

Su mochila tenía bordada la bandera de mi país. Emocionada, saqué un libro en mi idioma y fingí que leía mientras esperaba su reacción. Comprendió el mensaje. Con sonrisa burlona sacó otro libro…

¿Qué? El título estaba en… yo qué sé… ¿Árabe? ¿Croata? Lo que fuera, no entendí. Apenada y divertida, respondí con otra sonrisa.

Primera parada. Entró un nuevo fantasma y se desparramó en unos asientos alejados. Aproveché que mi espejo se perdió en el mar para observarlo a detalle. Su tristeza era infinita; se le salía por los ojos que pedían ayuda involuntariamente, aunque la dureza de su rostro explicaba que no se permitiría esa debilidad.

Me descubrió. Bajé la vista y luego la desvié hacia el fantasma desparramado que bostezaba y dormía con los párpados abiertos. Ni cuenta se daba que a sólo unos metros, frente a mí, un hombre estaba a punto de incendiarse.

Sentí que me acariciaban el cabello. Lo descubrí. Eran sus pupilas. Se detuvieron un instante en las mías y luego, sin inhibiciones, siguieron recorriéndome despacio, casi tocando mi boca, el cuello, mi cuerpo, regresando a mis ojos.

¡Qué desfachatez! Respondí sin palabras, con una leve sonrisa y los ojos más brillantes que nunca.

Su mirada quedó fija en mí; me invitaba a que le correspondiera. Acepté. Comencé por su cabello, me entretuve mucho tiempo en sus labios, bajé lentamente por sus hombros, descansé en su pecho, cerré los párpados y caí y caí…

Segunda parada. Las puertas se abrieron de golpe y precipité el regreso. Ya no estaba. Su lugar lo ocupaba el mar, quieto, frío, imponente.

-No te muevas.

Supe que era él quien me hablaba en esa lengua que no era mía ni suya.

Temblábamos. Estaba a mi lado. Su mano acarició la mía y presentí el adiós.

El tren volvió a detenerse. Su respiración en mi oreja, luego su boca que, después de un pequeño viaje por mi mejilla, culminó en el beso más dulce que jamás he sentido. Salió aprisa. No intenté seguirlo, pero no podía quedarme ahí, extrañando su soledad junto a la mía. Bajé y me quedé parada en el andén que estaba a mitad de una de las avenidas de mayor tráfico, aunque parecía inserto en la nada. Reinaba el silencio. Los niños o jóvenes intentaban romperlo a gritos o con risas estruendosas que retumbaban en el techo y caían como si fueran un vago recuerdo de quienes las escuchábamos.

El tren reanudó su marcha. Seguí con la mirada a ese cacharro, especie de cementerio ambulante y descubrí lo terrible. Era él. Aguardó a lo lejos a que la máquina aumentara de velocidad para lanzarse a su encuentro. La mochila que tenía bordada la bandera de mi país voló tras su espalda cuando saltó por encima de la franja, esa línea amarilla, fosforescente, que parecía lo único que tenía color en ese ambiente gris; permanente advertencia del riesgo a perder la vida si nos colocamos, ahora no lo sé, atrás o delante de ella.

 

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.  

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