«VÍA LIBRE»: Lucía - Mujer es Más -

«VÍA LIBRE»: Lucía

Lucía se despierta con los gritos de su madre que exige le cambie el pañal. Es la una de la tarde y se levanta amodorrada. Está muy cansada, la noche fue larga y poco productiva.

Se mira en el viejo y roto espejo para darse cuenta de que no se quitó el maquillaje. Toma un bote de aceite de bebé y se restriega la cara con fuerza, coraje, enfado, con desilusión. La vieja toalla le raspa la cara y se da cuenta de que han salido más arrugas que ayer. Qué se le va a hacer. El tiempo no perdona. A sus 44 años ya ni siquiera le importa ver las raíces de su cabello que alguna vez fue castaño oscuro y ahora muestra rastros de un rubio que se asemeja más a un estropajo descolorido y sin brillo.

Camina desanimada entre trapos, muebles viejos y recoge con desgano la peluca pelirroja que ha sido su compañera de batallas en el último mes.

Se  detiene en medio del estrecho pasillo del viejo departamento, se estira y se rasca una nalga mientras lanza un largo bostezo.

Se asoma al cuarto de su hijo y lo ve como siempre, ensimismado mirando hacia la calle. La colonia Portales sigue su vida y su hijo es testigo de lo gris y triste que es el panorama allá afuera. Llueve y hace frío. 

Gael su hijo, es autista y habla poco con ella. Ya se acostumbró a sus silencios y a sus ausencias. Lo abraza y le da un corto beso mientras le retira un plato sucio que muestra rastros de un cereal seco. “Buenos días, mi amor”, susurra.

Mamá sigue gritando molesta y le dice que ya tiene horas sucia y que se apure a cambiarla porque ya empieza la película del canal 22 y que no se la quiere perder porque es la temporada de Silvia Pinal y le gusta mucho.

La limpia, la cambia, la recuesta de nuevo en la escandalosa cama que a cada movimiento de la anciana rechina y parece que se va a quebrar.

Mamá apenas le da un frío “gracias”, mientras con indiferencia enciende la televisión.

Tocan la puerta. Es Goyita la casera que le viene a recordar que la renta está atrasada desde hace dos meses y que le resuelva pronto o la va a tener que desalojar. A Goyita ya no le importa la disculpa del hijo autista ni de la mamá enferma. O le paga o se va.

Lucía se sienta en el viejo sillón de la sala y se soba los pies. Los sube a la mesa de centro que alguna tuvo cristal y ahora solo tiene un pedazo de madera que aguanta las cajas vacías de pizza y un par de refrescos. “Esto no es vida”, se dice a sí misma.

Recuerda vagamente lo feliz que era cuando trabajaba en la ferretería de don Sergio y aunque el sueldo era poco, no tenía tantas “apuraciones”. 

Tuvo varios novios en la colonia pero nada serio. Su mamá la tachaba de cuzca y le dijo que nunca iba a conseguir marido si seguía de “güila” con éste y con aquel.

A los 30 se embarazó de Braulio. Era casado pero la envolvió. La sedujo. La hipnotizó. Le hizo un hijo y la abandonó a su suerte negando que fuese de él.

Se hizo de mala fama después que la mujer de Braulio la humilló delante de todos en el mercado y la amenazó con matarla si se metía con su marido y con su familia.

Nadie la respetó después de eso, pero ella no se venció y luchó por su hijo y por darle una buena vida a costa de lo que ella fuera.

El niño nació con el “detalle”, como le dijo el doctor después de algunos años de ser autista. No sería fácil y no se iba a rendir.

Se quedó con el hijo y la madre viuda. ¿Destino, castigo, karma? ¡Sepa Dios! Nadie le quiso dar trabajo por su mala reputación. ¿Qué podía hacer? ¡Puta! Sí, eso es. Iba a ser puta en la calle. No encontró otro camino.

Las noches son largas, cansadas. Hay mucha competencia en la Calzada de Tlalpan. Las travestis se llevan a los mejores clientes. Esos que ya buscan más que una mujer. Les divierte más tener sexo con las mujeres “con antena”, con las que vienen con el “combo completo”.

Lucía ya no es tan joven para el oficio. Como dijo Juanga: “Que Dios perdona pero el tiempo a ninguno”.

Pasa frío, insultos, injurias, chorros de agua, de cerveza, miradas inquisidoras de señoras que la ven parada ahí en la calle y esquivan pasar por donde ella se para.

Tiene que pagar mordidas a los policías, al del hotel, al padrote de todas. Es un vivales que viene y se las coge cuando él quiere o las manda echar a golpes auxiliado por sus compinches que más de una vez le han roto la cara a Lucía por no caerse con la cuota.

Sus tarifas no son las mismas que las chavas de 20 o 30. Ha tenido que negociar precios con borrachos, con drogados, con niños fresas, con albañiles y con tipos que huelen mal y que ni un beso le dan.

Hace tanto que nadie la besa como ella quisiera.

Pensar en la renta, el gas, la luz, las medicinas, la comida, el celular, las medias, el maquillaje, los condones y lo mucho que añora unas vacaciones, la tiene agobiada. Se ducha, se relaja y se toma las cosas con calma.

Le pone agua a sus tres plantitas en la ventana y las acaricia como si ellas le dieran esperanzas y se queda mirándolas por largo rato.

Sus plantas no sufren, no saben nada de lo que pasa allá afuera, pero siguen dando flores. 

 

Raúl Piña es egresado de Ciencias de la Comunicación (UNAM). Extrovertido, el mejor contador de chistes y amante de las conversaciones largas. Fiel a su familia, de la que adopta honor, valor y mucho corazón. Vive en Toronto, Canadá, desde hace 20 años, pero sus raíces sin duda son 100% mexicanas. Escribe como le nace y como dijo Ana Karenina: “Ha tratado de vivir su vida sin herir a  nadie”. 

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