«EL RELATO»: Uniforme - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Uniforme

Llegó inquieto, la mochila colgando del hombro. Apenas eran las seis de la mañana y ya se veía cansado. Se sentó sobre la banqueta, sacó una cajetilla de Delicados de la bolsa de su camisa vieja, encendió un cigarro y se quedó mirando fijamente el portón de lámina que tenía al frente.

Trabajaba de madrugada en la Central de Abastos, como cargador, sobre todo de reses. Dependiendo “la joda”, como él la llamaba, le pagaban entre trescientos y cuatrocientos pesos a la semana. Eso no alcanzaba para nada.

Más desde que los compas del barrio descubrieron su deseo de estudiar Ingeniería. Ahí no se permitía a nadie huir de sus orígenes, así que al “inge” lo tundieron y asaltaron cada vez que llevaba la raya, al terminar su turno en la central.

Al principio perdía todo, prefería entregarles la paga que enredarse a golpes. Pero desde que vivía con Malena, no. Se rifaba como los buenos. Lo malo era cuando llevaban pistola y eran más de dos, ahí sí, ni hablar, perdía. A la navaja no le tenía miedo ni a esas puñeterías de guantes con picos, esquivaba bien, aceptaba de buen grado una rajada a cambio de tres ganchos bien colocados que desmayaban al rival.

Hasta que Malena llegó moqueteada. “¡Dime quién fue, con un carajo!”, le rogó. Nada salió de esa boca pequeña y carnosa. El “inge” preguntó entre los compas, amigos y enemigos, para ver si alguien había visto algo. “Ah, qué inge, mientras se comían a tu morra, tu aquí cargando otras carnes”, se burlaron hasta el cansancio. Le urgía irse de ahí.

Pasados unos días encontró otra vez a Malena hecha pomada sobre la cama. Los labios hinchados, los ojos completamente cerrados, la nariz rota. Sintió el estómago arder. “¿Quién carajos te hizo esto?”, dijo zangoloteándola y descubriendo que además tenía la clavícula fuera de lugar. Malena aulló de dolor, pero no dijo más.

Salió del departamento y se encontró a la vecina, que parecía haber estado esperándolo porque apenas puso un pie en el pasillo, le sugirió que “por piedad de Dios” ya sacara a la muchacha de ese lugar. “¿Para qué quieres mujer si la dejas ahí toda la noche?”. 

–¡A usted qué le importa!

–Un día ese hombre la va a matar y nos van a cargar la muertita a nosotros.

–Y ¿por qué no ha hecho nada?

–¿Qué quiere que haga?, semejante hombrón.

–¿Usted lo ha visto?, ¿quién es?

–Ah, eso sí quién sabe. Trae uniforme como de policía, no más que café, ha de ser velador o guarura…

Dejó a la vecina. Con el coraje atorado en la garganta se encaminó a la cita que ya tenía en la fábrica de láminas ubicada no muy lejos de ahí.

Se desplomó sobre la banqueta con los ojos ardiendo. Arrojó la colilla a la calle. Miró sus manos todavía temblando de angustia y se las llevó a la cara para ocultar el llanto postergado. ¡Maldita vida, maldito mundo!

El portón se abrió. El vigilante lo recibió con fastidio, sin mirarlo. Él tampoco se atrevió a levantar la mirada.

–¿Qué quiere?

–Vengo por lo del anuncio-dijo nervioso el muchacho.

–¿Cuál anuncio?

–El del periódico que dice que necesitan albañiles.

Por fin levantó la vista el uniformado. Sus ojos saltones adquirieron un brillo violento. Sonrió con ironía. Miró al interesado de arriba abajo. Un joven de cabello castaño claro, alto aunque no más que él, delgado, quizá desnutrido.

–No, aquí no necesitamos albañiles, sólo suajadores. ¿Sabes suajar?– empezó a divertirse el vigilante.

–Puedo aprender– dijo en un tono orgulloso.

–Ah, qué jefecito me saliste –se burló el vigilante– Nomás te falta pedir trabajo como “inge”.

El muchacho levantó la cabeza que había mantenido en actitud de sometimiento, como le enseñaron a base de zapes en la Central, y descubrió al “hombrón” de uniforme café. No lo pensó, cargó al pedazo de animal en un solo envión y lo lanzó contra una de las máquinas viejas que estaban estacionadas en el gran patio de la fábrica.

Unas manos que no ubicó como suyas golpearon sin cesar al bulto humano que se hundía entre los fierros oxidados. Otras manos lo jalaron poniendo fin a la golpiza. Se sintió mareado, se sorprendió de ver sus puños cubiertos de sangre. ¿Cómo pudo suceder?

–Ya te lo echaste– le dijo uno de los albañiles que puso fin a la masacre.

–Méndigo violador, ya le tocaba–consideró el dueño de las manos salvadoras.

–¡Pélate, carnal!– le dijeron mientras lo empujaban hacia la salida.

No se detuvo hasta llegar al pie de la cama donde Malena dormía. Tomó sus pocas pertenencias y las metió en una bolsa de plástico. Acarició con cuidado y ternura las mejillas hinchadas de su mujer. “Ya vas a estar tranquila”, murmuró. Y nunca nadie lo volvió a ver.  

 

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.  

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