Yo conocí a Beatriz Castillo. Fue mi maestra cuando estuve en la Universidad y tenía ilusión por la escritura. Era una mujer extraña, siempre ausente. Un día, en el que como de costumbre caminaba y hablaba sola, cayó en un hoyo que nunca notó pese a que era del tamaño de una llanta de carro.
A los alumnos de nuevo ingreso nos extrañó que los compañeros a punto de graduarse fueran tan irrespetuosos con ella. ¿Por qué se burlaban de la ganadora de tantos premios literarios nacionales e internacionales?
—Te vas a divertir con la loca—dijeron con un gesto que también denotaba cierto desprecio—Apúntate con ella para que no te cuenten y después te cambias con el “gordo” Jiménez. No es tan famoso pero es más práctico.
Sí, me anoté con ella. Era una mujer muy alta, de grandes ojos negros siempre tristes. Entró al salón caminando erguida, con pasos tan largos como sus piernas, su delgada figura a veces quebrándose, como esquivando obstáculos sólo visibles para ella.
Azotó sus libros sobre el escritorio con un dejo de hartazgo. No podría decir que nos miró, sólo se quedó quieta observando alrededor, sus labios delgados comenzando a temblar hasta que de manera repentina soltó en llanto. Nos quedamos boquiabiertos. Algunos rieron. Se giró hacia la pared, respiró profundo y de nuevo encaró a la clase.
Salí desconcertada de esa primera sesión. La maestra Castillo derramaba pasión, contagiaba esa urgencia por abrirle la puerta a los infiernos internos, por ventilar los demonios, por nombrar mil veces la desesperanza como sino inevitable de la especie humana.
A mitad de la clase sudaba. Su cabello corto y ondulado, se esponjaba cada vez más, las mejillas enrojecían en la medida en que hablaba del sentido de la escritura, para de pronto concluir que no tenía ninguno. Entonces, agotada, se desparramaba en la silla, frente al escritorio y con voz casi inaudible pedía que alguno de los alumnos contara su experiencia con las letras.
Sólo con intervenciones apasionadas se mantenía despierta, pero la mayoría de las veces se quedó dormida.
De cuarenta alumnos, terminamos cinco. No sólo eran los lapsus de silencio que a veces duraban la clase entera: se quedaba pasmada viendo algún punto sobre el muro del fondo; o los ataques de llanto, o ese rascarse permanentemente los brazos con fuerza hasta sangrar la delgada piel; en realidad era una maestra estricta, no admitía ligerezas. Uno a uno, con voz inaudible, anunciaba a los reprobados y les pedía, en el mismo tono, que se retiraran en ese momento del salón porque su presencia era “insoportable”. A quienes se reían ante la afrenta, ella respondía con una mirada que jamás olvidaré: esos no eran ojos, eran pozos profundos de ira, de amargura, de esa desesperanza infinita de la que no paraba de hablar.
En la universidad se dijeron muchas cosas: que se le había muerto una hija, que había sido una niña problemática desde pequeña, que era autista, bipolar, enfermedades que en la época en la que nació no estaban todavía bien descritas y eran en general tomadas como locura.
Nunca tomé clases con el “gordo” Jiménez. Siempre la preferí. Quizá porque en el fondo reconocí esa ansiedad de muerte, de apego nunca consumado, de ganas de sentirlo todo y al mismo tiempo nada. Ya graduada me convertí en su asistente. Todo el tiempo escribía, hasta cuando caminaba iba dictándose el relato, por eso, sólo notaba que ya había caído en un nuevo hoyo hasta que el dolor y la inmovilidad le avisaban.
Trabajábamos en su casa, una pequeña construcción de dos niveles, con pisos de madera y poco mobiliario. Su estudio estaba en el segundo piso. Un amplio espacio con enormes ventanales en tres de las cuatro paredes. Ninguna foto. Sólo conservaba, enmarcado, un viejo recorte de periódico en el que una profesora de nombre Carmen Prieto la destinaba al sufrimiento eterno.
—Maestra—me atreví a preguntar un día—¿por qué conserva ese recorte?
—Porque ya lo sabía—dijo sin levantar la vista de la máquina de escribir con la que siempre trabajó. Yo también supe, casi desde que la conocí, que esa mujer no podría vivir mucho tiempo en este mundo que no era el suyo.
Fue una tarde de invierno. Tenía llaves de su casa para no interrumpir su trabajo. No escuché sus dedos largos y viejos golpeando el teclado. Entré al estudio y lo vi vacío. No elaboré demasiadas hipótesis sobre su ausencia porque sobre mi escritorio noté una pila de hojas que debía revisar.
Era uno de los escritos más hermosos que le conocí. Emocionada, me sumergí en los papeles que tenía delante. Llegué al final, respiré profundo y descansé la mirada en el jardín que a diario veía a través del ventanal.
Sentí que la sangre abandonó mi cuerpo. Ahí, a un lado de la fuente, encontré su delgada figura, ensangrentada, dormida para siempre. Los médicos precisaron que se trató de suicidio, alrededor de las seis de la mañana, apenas una hora antes de que yo llegara.
Por eso dejé la literatura. No podía soportar ver la imagen de esa mujer de sesenta años –a la que nunca dejé de mirar como a la adolescente de ojos huecos fotografiada en el periódico- persiguiéndome siempre que intenté sentarme a escribir algunas líneas.
Agradezco el homenaje que hoy me ofrecen por mi trayectoria en el campo de la psicología, área que elegí para tratar de nombrar lo innombrable. Porque aunque ahora hay términos médicos a los que he contribuido con investigaciones exhaustivas, que podrían explicar su padecimiento, nada me resulta suficiente.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.