«EL RELATO»: La cena - Mujer es Más -

«EL RELATO»: La cena

Hacía tiempo que no invitaba a nadie a casa. Manías de eremita.

Me acostumbré a preparar guisos que bien almacenados duraban una semana y que comía aburrida en pequeñas porciones frente al televisor sólo por escuchar a alguien, como si estuviéramos platicando todos, actores, conductores y yo. De hecho, a veces me sorprendí alegando con el protagonista de la serie o burlándome de los comentaristas de algunos noticieros, entreteniendo al vacío, jugando a existir.

Pero no era suficiente. Su mundo no era el mío y apenas apagaba el aparato, era condenada al destierro. Ansias de pertenencia, de apegos.

Contravine las recomendaciones de las ideologías de moda que “decretaban” que el “amor verdadero”, “una vida sana” y demás fantasías, sólo se lograban fuera de apasionamientos de cualquier tipo. Lo invité.

Esa noche tendría con quién platicar en vivo.

Temor. Podría suceder que hablara como un perico, soltando en tropel todas las palabras no dichas, o quizá me quedara muda para no abrumar al comensal.

En fin, lo primero que tenía que estar listo era la cena. Revisé las recetas “especiales”, elegí un pollo al horno que había practicado mucho en soledad y me quedaba bastante bien. No quería sorpresas de última hora.

Metí el pollo al horno. Y yo al baño. Mientras me arreglaba dejé que mi cerebro recuperara imágenes. Gonzalo.

Sus redondos ojos azules, su nariz recta que buenamente recibió mis besos cuando la boca me fue prohibida porque fumo demasiado.

Regresé a la cocina, saqué el pollo del horno. Verifiqué que hubiera quedado en su punto. “Sí, está muy bueno pero Ximena le ponía unas hierbas que ¡uff!, sabían de maravilla”, dijo su recuerdo a propósito de un estofado que alguna vez preparé y que para mi desgracia, en ese momento supe que era la especialidad de su ex.

La receta, por supuesto, ya no existe en mi cuaderno. Ese día rompí la hoja (lamentablemente se fue también la receta del flan de chocolate de mi abuela escrita al reverso), hasta convertirla en confeti. Lloré con amargura, recogí el tiradero y lo quemé.

Volví al baño y vi en el espejo la tristeza del pasado, presente. Me cacheteé con suavidad para volver a ubicarme en la cena.

Gonzalo era simpático, perspicaz. Había vuelto a acercarse con una ternura y atención desconocidas para mí, porque para otros siempre existió. Las conocí desde que tuvimos nuestra fallida relación. Se colaban mientras me platicaba de algunas novias de juventud, de su gran amor, de sus hijos, sus mascotas. Lo hacía con una suave alegría, con nostalgia. Fue cuando me enamoré de él, imaginando que quizá así sería conmigo.

Pero no ocurrió.

Respiré profundo. Desde entonces trabajé todos los días, desde que abría los ojos hasta que volvía a dormir, por vivir un presente continuo. Flujo constante de paisajes, personas, objetos y actividades que cambiaban el escenario, y yo, minuto a minuto, segundo a segundo, tenía que inventarme el papel que jugaría ahí, como si acabara de llegar, como si todo fuera nuevo y listo para ser descubierto.

Lo logré sólo por segundos, porque no alcancé a quitarme el vestuario del instante anterior, porque arrastré la pena o la alegría ya ridícula en la escena presente. Me iba a la cama, agotada, tratando de asimilar lo observado, lo sentido.

Hoy lo que correspondía era prepararme para recibir a un hombre alegre y generoso, cruel y soberbio, al que, a pesar de todo, aunque ya no perteneciera a este momento, aprendí a querer y eso no podía olvidarlo; hoy habría plática, cercanía; hoy me ofrecería “de corazón” en forma de pollo horneado.

Destapé la botella de vino. Me permití servirme una copa y prender otro cigarro. Esto de tener expectativas hacía que el reloj corriera más lento.

Me acerqué al mueble de los discos y revisé cuáles podrían servir para acompañar la velada.

-¿Bailas?

-¡Sí!, respondí con emoción, una buena noche, meses atrás.

-Yo no.

Con la punzada en el estómago guardé algunos compactos que ya había seleccionado.

Me senté en la sala con mi copa. Recordé a mi sobrino de seis años cuando se sentaba, así como yo, en la sala de la casa de mi madre. Erguido, recién bañado, el pelo engominado, sus piernitas asomando por los shorts, colgando del sillón, sin querer jugar ni moverse para no “estropearse”, como decía, porque de un momento a otro su padre, recién divorciado de mi hermana, pasaría por él.

Ahí estaba horas y horas, hasta que al caer la tarde, se daba cuenta de que no llegaría. Sentí los ojos humedecidos y me prohibí llorar a riesgo de que se me corriera el rímel. Pero mientras me serví otra copa, pensé que no había diferencia entre sus seis años y mis cuarenta y seis. La ilusión, a cualquier edad, siempre rompe el corazón.

Ahí estaba yo, recién bañada, sin querer prender el siguiente cigarro porque la esperanza estaba a punto de tocar mi puerta. Gonzalo no era una mala persona. Sólo se había equivocado. Como todos lo hemos hecho alguna vez; yo, muchas veces.

Fue inevitable que las lágrimas se desbordaran.

Pensándolo bien, sí había diferencia. Una diferencia de cuarenta años de desgaste, de una ilusión cada vez más apaleada, ya casi sin brillo, tan nublada que ya no recordaba el objeto de la expectativa. ¿Era él? ¿Era querer sentirme viva así, en general? ¿Ilusión de qué?

Tocaron el timbre. Tuve miedo. Caminé despacio hacia la cocina. El pollo ya se estaba enfriando, la grasa del jugo solidificándose de un modo grotesco. Tendría que calentarlo de nuevo.

Regresé a la sala y desde la ventana lo vi. Magnífico. Lucía nervioso, sacudió un poco su camisa, pasó la mano derecha por el cabello y en la izquierda sostenía una rosa.

Lloré como mi sobrino, en silencio. Encendí un cigarro. Volvió a sonar el timbre.

Abrí la puerta. Su mirada se iluminó, sonrió agradecido.

-Perdóname, Gonzalo. No puedo.

Cerré lentamente el corazón y por más que quise, ya no pude llorar.

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.  

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