Quisimos festejar el regreso de la luna de miel de Esther y Ramiro, nuestros compañeros de escuela.
Las bromas y vulgaridades de bienvenida no se hicieron esperar, haciendo alusión a la noche de bodas, a la resistencia sexual del marido, a la fogosidad de la novia.
-Que se me hace que no te duró ni media hora este pobre -es decir Ramiro, que sonreía con malicia y mirada un poco más fría que de costumbre. Era un muchacho de complexión delgada y atlética -formada en el Ejército-, de trato sencillo, simpático. Se hizo muy pronto uno de los nuestros.
Esther sonrió con una dulzura desconocida. Elena y yo nos miramos desconcertadas porque nuestra compañera no se caracterizaba precisamente por su ternura. Era más bien sensual, muy arrojada y por eso Valentín se atrevió a comentar.
-Con este mujerón había que estar en perfecto acondicionamiento físico. Sólo tu Ramiro, ¡salud!
Yo bostecé, así que de inmediato secundé a Gustavo en cuanto se dispuso a buscar algunos discos para bailar; Elena y Sandra pasaron las charolas con las botanas y empezó la fiesta.
Después de dos salsas y un merengue, me sentí agotada y me senté en la alfombra a comer chicharrones y a discutir con los demás. Elena era una argumentadora natural y entraba en enredadas batallas con Valentín, también listo, rápido.
Esther, entre nosotros, más que debatiendo, estaba escondida. Lo noté cuando le pedí que me pasara las papas que estaban frente a ella. En cualquier otra ocasión hubiera aprovechado el pedido para mostrar sus grandes pechos, exagerando la postura al inclinarse sobre el platón; se pondría en pie sacando un poco más las nalgas, hasta por fin hacer entrega de la botana. Esta vez, sólo empujó la charola hacia mí y me dedicó una sonrisa de perro agradecido.
Curiosa, busqué a Ramiro. Bailaba una lambada con Sandra que ya tenía el rostro enrojecido de tanto calor -lógico, dado que no se había sentado un minuto desde que pusieron la música- y porque las piernas de Ramiro aprisionaban las suyas invariablemente. La pelvis del militar se pegó a la de la compañera sin recato alguno y la nariz recta husmeó por el cuello blanco, largo y delgado. Lucía hermoso y extraño. Ávido de contacto, como emergiendo de una infinita soledad con las manos repletas de angustia, aferrándose a la cintura de la pareja de baile, acercándola hasta el límite.
Elena y yo intercambiamos miradas nuevamente. Ella pidió a Gustavo que cambiara un poco la música porque esa enardecía los ánimos. Se apresuró a aclarar que hablaba del debate, que con ese “ruidajal” no se podía pelear a gusto.
Sandra agradeció la moción y fue directo al baño. Ramiro decidió servirse una cuba y acercarse a la ventana para tomar aire. De pronto informó que iría a la tienda por más cigarros y preguntó a todos, menos a su esposa, si queríamos algo.
En cuanto cerró la puerta, empezamos el interrogatorio:
-Ahora sí, ya cuéntanos, ¿cómo estuvo?-inició el morboso de Valentín.
-¿Qué tal Perú?, extraño lugar que eligieron para luna de miel-consideró Elena.
-¡Qué importa el lugar, no han de haber salido del cuarto del hotel!-rió Gustavo.
Esther no contestó, se puso a llorar. Nos quedamos atónitos y más cuando empezó a quitarse la blusa. Valentín, desconcertado y queriendo aligerar la atmósfera que de pronto se tornó asfixiante, dijo que a él le encantaría volverla a ver desnuda pero “¿aquí enfrente de todos?”.
Callamos de inmediato cuando vimos las marcas enrojecidas en los senos, las heridas en la espalda. Continuó quitándose los pantalones. Las piernas amoratadas.
-¡Maldito, infeliz!-gritó Elena de inmediato-¿ya pusiste la denuncia o quieres que te acompañe?
-No voy a ponerla-dijo en ese tono dulce que tanto odiamos -me lo merezco-remató en un susurro entrecortado por las lágrimas.
-¿Qué?-cuestionamos todos al mismo tiempo a punto de golpearla.
– A ver, compañera-puso orden Gustavo- cuéntanos bien desde el principio porque si no el que te va a terminar de tundir soy yo.
-El día de la boda, en la noche, cuando ustedes se fueron, apareció Arturo.
-¿Tu ex?-quiso precisar Sandra aunque no había más Arturos en el historial de Esther.
–De pronto me di cuenta que tendría que serle fiel a Ramiro hasta la eternidad y decidí darme el último gusto. Arturo y yo nos escondimos en el baño. Después escuché que me buscaban porque teníamos que irnos al aeropuerto. Vi a Ramiro ya ebrio y eso me molestó. Al llegar a Lima, fuimos al hotel, pero yo todavía olía a Arturo, así que propuse que fuéramos a bailar. Yo seguí como en despedida de soltera, danzando con cuanto peruano se puso enfrente. Ramiro se acomodó en la barra y de vez en cuando sacaba a algunas mujeres a bailar y ya ven cómo lo hace, tan sensual, tan… no sé.
-Y, ¿tú no?-rió Gustavo.
-Sí, yo también, pero era nuestra noche de bodas y es absurdo que lo diga después de lo que les conté, pero Ramiro no sabía de Arturo y ahí en la disco, pues es normal bailar así…
-¡Pero que no lo hiciera él!-interrumpió otra vez, Gustavo.
-En fin-dijo ella manoteando al aire como para espantar el comentario- me sentí entre atraída y celosa. Fuimos al cuarto y lo seduje pero cuál fue mi sorpresa que empezó a morderme, golpearme. Dijo que me vio con Arturo y que me daría una noche de bodas inolvidable.
Silencio. Ella continuó.
-Al día siguiente le pedí perdón pero desde entonces no me habla. De hecho cambió los boletos de regreso para esa misma noche. Esta semana inició los trámites del divorcio.
-Pues mejor, ¿no?-consideré.
-¿Mejor? Pero si yo lo adoro-y rompió de nuevo en llanto.
Silencio. Sólo se escuchaban los llantos de Esther y el tronar de las papas en las bocas de Valentín y mía. Los dramas nos abrían el apetito.
El siguiente sonido fue en la puerta. Ramiro entró con cara de soldado que ha cumplido la misión, colocó la bolsa del mandado en la cocina y regresó con la lista en la mano:
-Valentín pidió cigarros y cacahuates; fueron sesenta pesos.
El silencio lo alertó y por fin nos dirigió una mirada. El militar suspiró.
-Veo que aquí mi santa mujer ya les contó lo que pasó-dijo subrayando la palabra “santa”-Está bien, supongo que no soy bienvenido. Me retiro.
-Espera, no tan rápido-atajó Elena que hervía de coraje. Los casos de mujeres ultrajadas la ponían muy mal-¿eran necesarios los golpes?
-Es lo que yo le dije, pero tu amiga se puso como loca.
-¿Todavía te justificas?-y de un jalón puso en pie a Esther y le volvió a levantar la blusa-. Por más que haya hecho, esto no tiene madre…
Ramiro palideció. Después su mirada se hizo de fuego. Descubrió la trampa.
No se fijó que me pisó cuando se acercó a Esther y la hubiera alcanzado de no ser porque Gustavo y Valentín de inmediato se interpusieron en el camino y lo detuvieron.
-¡Hija de la chingada! ¿Les dijiste que yo te golpeé? Ella misma se hizo eso.
-Ohh-gritamos todos a coro.
Ramiro contó su versión de los hechos, previo caballito de tequila para tranquilizarlo porque a gritos decía que ahora sí la iba a madrear.
Los hechos narrados por el marido eran casi idénticos salvo por el final: al llegar al cuarto fue él quien se acercó para abrazarla. Ella lo rechazó y reclamó airadamente su forma de bailar. Ramiro rió y reviró que la había visto con Arturo, que eso sí era un baile, pero le dijo que ya había pasado, que ahora eran esposos, que borrón y cuenta nueva.
Enfurecida por haber sido descubierta, lo ridiculizó, puso en tela de juicio su bondad, “luego quién sabe cómo me cobrarás la ofensa”, gritoneó y decidió poner el terreno “plano”. Ramiro no entendió bien qué quiso decir pero se quedó atónito cuando la vio tomar el cordón de una cortina y empezar a golpearse. También con los puños. No miró mucho tiempo. Huyó al bar y ahí se quedó hasta el amanecer. Subió a la recámara. Ella dormía. Él se bañó y se fue a la agencia de viajes para arreglar el regreso.
-¡Niégalo!-concluyó exhausto, con los ojos rojos de tequila y amargura.
Volteamos a ver a Esther que estaba sentada sobre la alfombra con la cabeza agachada. No reaccionó, sólo siguió llorando.
Los eternos rivales, Elena y Valentín, furiosos, se unieron de pronto y reclamaron a Esther su comportamiento. Gustavo volvió a poner orden y dijo que evidentemente Esther necesitaba ayuda.
-Ramiro también-opinó Sandra, sirviendo al ofendido otro caballito de tequila.
Yo rellené el platón con las papas que encargué. Elena y Valentín se enfrascaron en una nueva discusión sobre los problemas mentales más frecuentes en las mujeres. Sandra, como pudo, puso a Ramiro en pie para animarlo a bailar. Poco a poco, se fue soltando hasta encontrar de nuevo la cadera de ella pegada a la suya.
Esther no varió su postura hasta que Ramiro se volvió a ofrecer para ir a la tienda por más cervezas.
Esta vez no fue solo, Sandra lo acompañó.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.