“10 Cloverfield Lane” (Trachtenberg, 2016) resultó ser la segunda más agradable sorpresa sci-fi del año cinematográfico clausurado recientemente con la temporada de premios. Además de sus méritos intrínsecos, el film tuvo la gran virtud de la novedad y el misterio. Minutos antes de que fuese lanzado el primer tráiler del film, prácticamente nadie en la industria sabía algo más allá de que iba a ser la opera prima de Dan Trachtenberg, que el film se llamada “Valencia” y que Bad company (la compañía de J. J. Abrams) se había embarcado en el proyecto cuando éste ya había comenzado a filmarse.
Todo un logro considerando la era de la información instantánea en que vivimos y la cantidad de personas involucradas en la realización de una película. En ocasión de la citada presentación del trailer, justamente fue J. J. Abrams quien la llamó “un pariente de sangre” o una “sucesora espiritual” de “Cloverfield”, esa exitosísima y original película del subgénero metraje encontrado de 2008, dirigida por Matt Reeves.
“Esos personajes y ese monstruo no están en esta película, pero hay otros personajes y otros monstruos. Esta película no se llama Cloverfield 2, a propósito. Así que si la buscan como una secuela literal, se sorprenderán al ver qué es. Si bien no es lo que esperan de una película con el nombre ‘Cloverfield’, la descubrirán y entenderán cuando la vean completa”.
“10 Cloverfield Lane” (2016)
Definitivamente es otra cosa respecto de su semi-predecesora, pero debo admitir que en “10 Cloverfield Lane” hay una especie de estado de ánimo comunicante entre ambas cintas; son como dos caras de la misma moneda: la desolación y la opresiva soledad del individuo ante la irrupción de una fuerza destructiva y aparentemente irracional. Lo que allá es huida hacia un callejón sin salida, acá es resistencia y lucha contra el encierro.
Entramos a la acción con muy pocas opciones de claridad y nos pasamos todo el film dudando de la veracidad de nuestra situación, de la certeza de nuestra percepción. Nunca estamos completamente seguros ni de dónde estamos, ni en quién confiar, ni qué carajos está pasando.
Nosotros somos/estamos con Michelle (Mary Elizabeth Winstead en espectacular actuación), veinteañera que acaba de romper con el novio y abandona la ciudad. Horas después sufre un terrible accidente en la carretera y, luego de un indeterminable tiempo inconsciente, despierta malherida pero reparada y confinada en un sótano del que no puede salir.
Con esa premisa tan sencilla, comienza una dinámica tormentosa y por momentos opresivamente insoportable, cuyos detalles no estableceré para no estropearle la película a quien no la ha visto. Baste mencionar que la relación de Michelle con su captor/salvador Howard (John Goodman, en una soberbia actuación, tal vez la mejor de su carrera) es poderosísima; nunca sabemos del todo si se trata de un loco (pervertido, para colmo) sacado de la peor pesadilla del Doctor Insólito, o un visionario incomprendido que ha salvado el día y la vida con ese bunker perfectamente autosustentable y ecológico, utilísimo contra invasiones de potencias extranjeras (o extraterrestres), desastres planetarios nivel grado de extinción humana, o la visita anual de la suegra.
Luego está Emmet (John Gallagher JR., también con un trabajo brillante), generacionalmente más cerca de Michelle y aparentemente más benévolo que Howard, pero en el largo aliento, una incógnita inclusive aún más ardua de dilucidar.
El film se desarrolla siguiendo con oficio y buenos instintos las premisas clásicas del cruce de al menos dos géneros principales: a) el del secuestrado por un loco que quiere escapar, como la muy reciente y recomendable “Room” (Abrahamson, 2015); y b) el del fuerte sitiado ante una terrible amenaza exterior, al estilo de clásicos del experimento formal como la “Crujía 13” de Carpenter, “The Birds” (Hitchcock), “Siete Samurais” (Kurosawa), “Marabunta” (Haskins).
Hay con todo un ingrediente adicional que la distingue: nuestra heroína nunca está segura de querer salir del bunker; es más, en una ocasión, hacia el segundo acto, ella está a un paso de logarlo, y pese a todo decide quedarse: el riesgo de una muerte inminente y horrible afuera siempre será un aspecto a considerar en su (nuestro) trance.
Con todo, el hilo conductor de la historia no es el “suspense o el drama” usual en estos casos; lo que se juega aquí es más sutil, pero más profundo: hasta qué punto estamos seguros de nuestras percepciones sobre lo que es real. La certidumbre de nuestro concreto pensado es la verdadera cuestión a dilucidarse en el film (y por extensión en nuestras vidas).
Ello explica ese pequeño y comédico entremés de armonía y cotidiano encierro bienhechor (los rompecabezas, los juegos de mesa, las cenas quasi familiares, etc.) justo antes de que se planee el escape que dará pie al tercer acto, donde la decisión sobre los riesgos de seguir adentro o intentar la fuga ha sido por fin tomada por nuestra heroína.
Así pues, llegamos al tercer acto del film, frenético y estrujante, que nos tiene al filo de la butaca y en el que nuestra heroína intenta un escape espectacular con varias vueltas de tuerca y giros, cada uno más peligroso que el anterior. Y pese a que se responden muchos de los interrogantes que atraviesan la historia (o tal vez debido a ello), hay un cierto desencanto final; un indudable bajón de calidad. El producto se sostenía mejor con menos respuestas (comprensible error de director novato).
“Cloverfield” (2008)
“Cloverfield” (Reeves, 2008) fue un extraordinario ‘mockumentary de metraje encontrado’ con un trilladísimo tema (el monstruo/alien destruye-ciudades) y una ya muy saturada disposición argumental (la videocámara proverbial que algún necio no deja de usar durante la tragedia y las carreras) pero con un espléndido matiz: El flashback disfrazado eficientemente como cortes de la grabación original de la cinta, encontrada por el ejército en las ruinas de lo que fue Central Park, New York.
Todo funciona bastante bien, con una razonable producción y decentes actuaciones; pero la estrella del filme es de lejos la notable credibilidad del producto. El final, en rigor avisado desde los créditos iniciales, es brillante, desolador y sin una sola concesión a la tribuna.
El mockumentary (o documental falso) tiene una larga tradición cinematográfica, que se remonta a sutiles crónicas históricas a lo “Barry Lyndon” (Kubrick) o el documental histórico hechizo, a lo “Zelig” o “Take te Money and run” (Allen). Pero el eslabón perdido entre este género y el subgénero moderno del metraje encontrado podría ser detectado en “The Name of the Rose” (Annaud) y “The Ninth gate” (Polanski), salvo porque no son videos sino libros (prohibidos o perdidos) los que son descubiertos para contar la historia. La visionaria “Videodrome” (Cronenberg, 1983), “Tesis” (Almenábar, 1996) y el último mensaje de la tripulación en “Event Horizon” (Anderson, 1997), son la transición definitiva.
El subgénero del metraje encontrado fue establecido de modo definitivo por “The Blair Witch Project” (Myrick/Sánchez, 1999) que tuvo la virtud de comenzar primero como sitio web con historias, leyendas y el centro de lo que sería el film: el video encontrado de un equipo de cineastas que realizaba un documental y que está desaparecido (más de uno se tragó el cuento completo).
El éxito fue tan espectacular y persistente en la cultura popular que en 16 años ha caído un auténtico diluvio de metrajes encontrados; decenas de filmes que inclusive han provocado un cierto nivel de saturación: “District 9” (Blomkamp, 2009), “Blair Witch Project”, “Cloverfield”, “Tesis”, “[REC]” (Balagueró/Plaza, 2007), “Apollo 18” (López-Gallego, 2011), “Quarantine” (Dowdle, 2008) y la saga infumable de no sé si 4 o 5 “Paranormal activity”, son sólo una pequeña muestra de este fenómeno.
Alberto Monroy. Citando a un clásico: “Estudió cómo cogen las ballenas en la Universidad del Congo; cumplirá 96 años el próximo verano”.