Para mi amigo Martín Beltrán Álvarez
En los comienzos de 1977, yo tenía 14 años de edad y sentía en mi estado de ánimo un deseo de aprender. Le comenté a mi padre que quería leer libros serios, que en su próximo viaje a la ciudad de México me trajera tres libros. Así lo hizo y los tuve en mis manos: Gog, de Giovanni Papini, Inventario, de Juan José Arreola y Ficciones, de Borges.
Decidí comenzar por Gog. No omito decir que soy fetichista con mis libros. Cuando menos con algunos: con aquellos que nos recuerdan un momento esencial de la vida o que nos remiten a una persona que nos enseñó algo fundamental que le dio un toque maestro al espíritu personal o, con simpleza, aquellos que guardan dedicatorias de personas que amamos y cuya única prueba que un día estuvieron junto a nosotros, son unas palabras escritas en la primera página de un libro. De este modo, el libro se convierte en un amuleto biográfico de nuestra vida.
Mi ejemplar de Gog está frente a mí: en la portada tiene el título escrito con letras grandes de color negro, y con letras de menor tipo, blancas, el nombre del escritor. Es un tríptico pictórico naranja, rosa y azul. Lo editó EDHASA, de la editorial EPOCA, en la calle Emperadores No. 185, México 13, D.F. y se terminó de imprimir el día 10 de abril de 1976, en un tiro de 3 mil ejemplares. Mi edición es la cuarta. Trae la traducción directa y el prefacio de Mario Verdaguer. Dos cosas me gustan todavía más de ella: que mi hermano Marco la compró en BIBLIORAMA, PLAZA UNIVERSIDAD, TEL: 534-52-56, y la otra, que en la segunda de forros está escrita la fecha en que lo leí: 10 de marzo de 1977 al 15 de abril de 1977.
Iba escribir que ese mes dialogué por vez primera con Papini: ¿Pero cómo un niño tabasqueño de 14 años, en la inclemencia del calor tropical iba a dialogar con un espíritu de tal naturaleza? Leerlo ya era demasiado. Un encuentro extraño, como lo son los tropezones en los que se cree encontrar un alma similar.
Mi padre me dijo que había escogido a Papini porque en ese entonces el escritor jalisciense Juan José Arreola aparecía en un programa de televisión y había dicho, o se había confesado, hijo espiritual de Papini. De allí que uno de los libros escogidos por mi progenitor fuera del autor italiano. Por el milagro de la cultura, que no es otro que el milagro del libro, en un lugar remoto del sureste mexicano me convertí en un nieto espiritual de Papini.
Siento una emoción que inunda con ventura mi memoria. Yo de 14 años frente a ese personaje, al lado de un pote de café, sentado en el piso, recostado en la ventana, bajo un tejado caluroso, después de comer. Desentraño las visitas que un millonario loco, de nombre Gog, hace a las personalidades del mundo, para saber los misterios a la vez de sus ricas personalidades y excéntricas conductas. No marcaba las abundantes palabras desconocidas, sino que las anotaba en una hoja suelta, para consultar luego un Larousse de tapas rojas. Ese lector, ese adolescente, aquel hombre, personaje mayor o menor, ¿qué importa eso? ha sobrevivido. Siento nostalgia milenaria y una amargura que no se dulcifica por ser un sobreviviente.
Ya en la preparatoria, también en Tabasco, me encontré con una galería de personajes a los que tuve de maestros. Uno de ellos dejó huella en mí: José María Castro Mijangos, el profesor de filosofía; él también era admirador de Papini y en su biblioteca tenía una edición en dos tomos de El juicio final. Era muy joven para valorar una obra de tal magnitud en la que el florentino se propuso juzgar a los grandes personajes de la Humanidad en todos los órdenes. ¡No creo que hoy exista un solo escritor en el canon occidental que se atreva a mostrar esta ambición!
Yo, en 1981 me sentía un hombre de izquierdas, por instinto e imitación, más una generosa dosis de ingenuidad. El licenciado Castro, por su parte, era un católico riguroso e incluso exagerado en un Tabasco aislado y pantanoso donde hacía demasiado calor como para ir a la iglesia y creer en Dios y en los curitas que oficiaban hasta no mucho todavía en latín.
Era improbable que nos llevásemos bien, pero él con su experiencia me comprendió y perdonó mis devaneos comunistas y me introdujo a los libros de escritores y pensadores católicos, entre los que se encontraba Papini, de quien me mostró su Historia de Cristo, en su nutrida e hispánica biblioteca.
El licenciado Castro, a quien con el tiempo llegué a tratar con el apelativo cariñoso de Chemita, fue quien me explicó partes de la biografía de Papini y si acaso no fue quien me enseñó la palabra apóstata, si fue él quien me enseñó por primera vez qué cosa era un converso. Papini era uno de ellos y de los más célebres. A su muerte, mi maestro me dejó en herencia su edición de El juicio final.
En 1997, hurgando en una librería de viejo en la calle san Cosme en la ciudad de México, descubrí un tesoro del que no tenía noticia: que la editorial Aguilar en sus elegantes ediciones en papel biblia había publicado en 1959 las Obras Completas de mi primer autor. Salí aturdido de la librería. Regresé a los tres días siguientes con el dinero en la mano: no podía serle infiel a Papini, no podía serme infiel a mí mismo. Abrí el primer volumen allí mismo. El exlibris de mi autor me conmovió por doble motivo: la fealdad del animal dibujado con un cráneo en una de sus patas y la frase grabada con letras mayúsculas en la parte inferior: ALTEZZA NON TOLLERA VICINANZA.
Sin embargo, en esta semana en que he vuelto a Papini para compartir con ustedes mi emoción literaria y algunas vivencias, me impresiona la foto de un Papini no mayor de 20 años con su melena portentosa, su mirada firme casi soberbia, no disimulada, detrás de sus lentes redondos, su nariz amplia y sus labios delgados. Regresa la voz hasta mí del maestro de filosofía que en los pasillos del Colegio Tabasco, camina hacia nuestro salón de clases: –Un hombre debe ser como Papini, poseer el deseo de saberlo todo, a tal grado que de jovencito fundó una revista que se llamaba Leonardo, pues como Leonardo también aspiraba al saber absoluto.
Con ese joven de la foto yo hubiese intentado ser su amigo. No coincidimos ni en tiempo ni en espacio, pero esta semana hemos estado conversando intensamente, y sus libros han renovado mi alegría.
*Artículo de Jorge Alberto Lamoyi. Profesor y periodista.