Miércoles, 12 del día. Con mi atuendo de orgullosa mamá y mis taconcitos, me dispongo a entrar al colegio en el que mi hija menor me espera para su presentación sobre “Energías Renovables”.
No con malos modos pero sí con determinación, el policía de la entrada me cierra la puerta literalmente en la cara informándome a mí y a otras personas que no podíamos pasar porque en ese momento iniciaba un simulacro de sismo. Sin mucho que poder argumentar, no me quedó otra que esperar pacientemente a que volvieran a abrir las puertas, en compañía de los que se fueron sumando.
Al cabo de poco tiempo, la conversación obligada: los sismos, las alertas sísmicas y las experiencias con temblores de cada uno. El foro lo conformábamos un diverso grupo comandado por mí, que con tacones suelo sentirme empoderada, el encargado del puesto que vende garnachas y refrescos a la salida de la escuela; un abuelo de hermosos ojos azules que iba por sus nietos a preescolar; un mensajero; el policía encargado de custodiar la puerta, otra mamá que iba también a la presentación y su servidora.
Comentaba yo que mi fobia a los temblores es en cierto modo poco fundamentada, pues como soy de provincia, sólo sabía del temblor del 85 lo que vimos en la televisión en ese tiempo y lo que la gente decía: que se había terminado la Ciudad de México.
Cuando llegue a vivir aquí, me impresionaba mucho ver espacios entre los edificios porque suponía que varios de esos huecos eran de construcciones que se habían venido abajo, pero creo que jamás alcancé a dimensionar la magnitud de los hechos.
Poco a poco, cada quien fue narrando su experiencia y su recuerdo de ese día. Algunos, como el policía y el mensajero, no habían nacido aún. El encargado de la tiendita nos contó que su casa sufrió daños y que les dijeron que el gobierno iba a pagar los arreglos, cosa que nunca sucedió.
La plática se iba poniendo cada vez mejor cuando tocó el tema al abuelito de los ojos azules. Nos contó que él vivía en la colonia Obrera, que fue una de las que más daños sufrieron. Era empleado de la delegación y en ese momento estaba a punto de llegar a trabajar. Su edificio permaneció de pie pero no los circundantes. Cuando escuchó que se había venido abajo el hotel Regis entró en pánico, pues su esposa era mesera en la cafetería, así es que como pudo se dirigió hacia allá para buscarla.
No puedo imaginar el caos y el miedo de la gente, sin la facilidad que tenemos ahora para comunicarnos, con todas las líneas telefónicas saturadas entre gritos, humo, polvo, sirenas y ruidos ensordecedores. Eso ha de haber parecido el mismísimo fin del mundo.
Finalmente logró encontrar a su mujer, quien milagrosamente sobrevivió pues salió a perseguir a un cliente que se había retirado sin pagar la cuenta. Acto seguido regresaron los dos a las oficinas delegacionales a ver en qué podían ayudar pero todo aquello era caótico; la gente corría despavorida, nadie sabía nada, todo era polvo y destrucción. Ellos, como mucha gente, sin esperar las órdenes de nadie, se ofrecieron como voluntarios anónimos, sin instrucciones ni dirección se sumaron a la remoción de piedras, a la búsqueda de personas. Muchas piedras eran tan pesadas y las heridas tan graves que resultaba imposible rescatar a la gente y sin poder hacer nada anotaban en un papel sus nombres para poderles informar a sus familiares en dónde habían quedado sus cuerpos.
Nadie tenía experiencia, nadie estaba preparado. Todos rescatistas improvisados, héroes desconocidos que exponían sus propias vidas para ayudar a otros.
Nos contó que a él, por ser servidor público le asignaron una combi en la que llevó desde comida hasta bebés recién nacidos; sobrevivientes sin sus madres a otros hospitales. También nos platicó sobre las fosas comunes a donde llevaban los cadáveres, o restos encontrados. Decía que tenían 8 metros de profundidad y que disponían los cuerpos como lápices: la primera capa con los pies hacia un lado y la siguiente al contrario; los cubrían primero con cal y luego con tierra y cemento, sin saber quiénes eran, sin que sus familiares supieran jamás en dónde habían sido enterrados, si habían muerto inmediatamente o si su agonía había sido lenta, cuáles habían sido sus últimas palabras.
Nos habló sobre el hedor, los lamentos provenientes de los escombros, la incredulidad de la gente al escuchar los números que daba el gobierno sobre los muertos y damnificados.
En lo mejor de la conversación –como suele suceder–, fuimos avisados de que ya podíamos pasar al colegio. Hubiese querido que el simulacro durara por lo menos 30 minutos más. Es increíble lo que cada día puede traer de aprendizaje, lo que la persona que está al lado de ti en la calle pudo haber vivido.
No me quedó más que despedirme y agradecerle muy emocionada al abuelo de ojos azules por compartir sus recuerdos conmigo esa mañana y que ahora comparto con ustedes, porque fue definitivamente una mañana muy especial.
Bárbara Lejtik, Licenciada en Ciencias de la Comunicación, queretana naturalizada en Coyoacán. Me gusta expresar mis puntos de vista desde mi posición como mujer, empresaria, madre y ciudadana de a pie.