El asesinato a balazos de Miroslava Breach, periodista y corresponsal de la Jornada, me provocó indignación, tristeza y me hizo recordar que siete días fueron suficientes para respirar el miedo que se vive en la Sierra Tarahumara. Siete días que no se comparan con el clima de terror perenne para quienes ejercen la labor periodística y que como Miroslava, la pagan con la vida.
En febrero 2012, junto con mis compañeros Jorge Rubio y Paco Campos, fuimos enviados por Televisión Mexiquense a hacer reportajes sobre el empeoramiento de las condiciones de vida de los rarámuris, debido a la sequía histórica que había azotado a Chihuahua.
Desde nuestra llegada al poblado de Creel, comenzamos a sentir el miedo. Miedo porque cuando preguntábamos –sin cámara ni micrófonos– a los habitantes de ese lugar cómo estaba la situación de violencia, en respuesta bajaban la mirada. Dos años atrás, a plena luz del día, hombres armados habían protagonizado un tiroteo que cobró la vida a ocho personas.
Cuando salíamos del hotel y nos íbamos a comer a algún restaurancito, camionetas completamente polarizadas y con música a todo volumen, hacían un alto frente al lugar donde nos encontrábamos. Preguntábamos a lo meseros: ¿y quiénes son? –Ah pos ya sabe usted, “gentes” que trabajan aquí… Y de inmediato no faltó quien al ver nuestra cámara, nos dijo: “Muchachos, yo que ustedes no andaría por acá en la noche, mejor quédense en sus cuartos”.
¡Ni ganas de caminar por la noche en Creel! Temprano, escogíamos las rutas para ir a las distintas zonas de la Tarahumara. No hacíamos más que entrar por las solitarias carreteras y ver de pronto los vehículos completamente polarizados y sin placas que hacían una especie de alto mientras nos veían circular.
Conseguimos un guía. Recuerdo que estábamos a punto de llegar a uno de los poblados de la Sierra, cuando desde el auto vimos que algo se movía en la montaña. Le pregunté a nuestro guía: ¿Qué es lo que se mueve en las montañas? –¡Ahh!, son los guardias. Después nos enteraríamos de que eran los “halcones” que cuidan los sembradíos de droga.
A cada comunidad que llegábamos, las autoridades sabían quiénes éramos y cuál era el fin de nuestra presencia: conocer la crítica condición de los indígenas rarámuris.
En la Tarahumara nos encontramos con el frío inclemente, pobreza extrema y la inocencia de un pueblo disperso en cavernas. Pero también el miedo en el rostro. Sin cámaras nos decían que habían encontrado decapitados, que tal pueblo era guarida de determinado cártel. Con ese clima permanecimos siete días ahí. Tiempo suficiente para que de la nada nos encontráramos con un par de israelíes –con quienes platicamos– de casi dos metros de altura, quienes, según nos explicaron, iban a recorrer en moto la sierra, como de “excursión”.
Entrevistamos a un padre Jesuita que sabía todo sobre la precariedad de los rarámuris pero también que eran utilizados para sembrar droga. Sabía quiénes éramos y cuánto tiempo íbamos a estar ahí. En la Tarahumara todo se sabe.
Conocí el cielo con los colores más hermosos nunca antes vistos –iban del turquesa a violetas-. La nobleza de los rarámuris que apenas y se comunican en español y la hospitalidad de los habitantes de esos lugares casi perdidos en la impresionante geografía. Vi cómo ante la lejanía, niños y adolescentes tienen que vivir en internados para poder estudiar y comer.
En la Sierra Tarahumara, sentí también lo que es estar viviendo bajo el temor. No me puedo imaginar lo que significa tener que informar y narrar cotidianamente toda la espiral que rodea a la violencia. Se necesitan sí, espíritus muy valientes como el de Miroslava Breach. Ojalá que haya justicia para ella y para muchos compañeros periodistas que todos los días arriesgan sus vidas.