Me senté en el portal de la casa con una cerveza en la mano, mirando hacia el jardín, a los rosales. Eran mi orgullo.
De pronto, frente a mi reja, un grupo de niños de no más de diez años, llegó al galope. Cuando me descubrieron, se acercaron amistosos.
-Hola, ¿qué hace?
-Mirando el paisaje-respondí alegre y sorprendida por la inusual visita. Aun cuando en ese fraccionamiento había decenas de casas, los vecinos casi nunca nos relacionábamos. Algunos sólo llegaban los fines de semana y en vacaciones.
-¿Por qué toma cerveza?-preguntó el que parecía ser el menor. No medía más de un metro y sus facciones y cuerpo tenían esa redondez de quien todavía no conoce tensiones.
-Porque ya terminé de trabajar y estoy descansando.
-Disculpe, señora-puso orden el mayor de ellos-no nos hemos presentado: me llamo Gonzalo; él-señaló al más pequeño- es mi hermanito Beto y ellos son mis primos, Horacio y Nancy.
Uno a uno me extendieron la manita para formalizar la presentación y yo, divertida, las estreché.
-Yo soy Alicia Sotelo.
-¿Es su jardín?-preguntó emocionado, Horacio.
-Sí.
-¿Podemos jugar ahí?
Y fue la tarde más feliz en años. Los corretee, les enseñé mis libros, les regalé galletas, les conté un cuento y de pronto escuchamos sus nombres, a gritos, en la voz cansada de una mujer.
-Es mi abuela-dijo Beto.
A unos metros de la reja apareció una señora de cabello completamente cano, de estatura baja, corpulenta y caminando con dificultad, como si los huaraches le apretaran. Su boca sonriente hacía contraste con la mirada endurecida. Me saludó y ordenó a los chicos que salieran de inmediato de “esa casa”.
-No hay ningún problema señora-dije, no quería provocar un pleito familiar y agregué impresiones favorables de los pequeños-Sólo están jugando.
-Es usted muy amable, pero no es correcto que estén ahí dando molestias, ya conoce usted el refrán: “la confianza da asco”.
Me sorprendí. Cierto que los niños, sin inhibiciones, tomaron la casa como parque de recreo, pero ¿cómo podría darme asco esa soltura que tanto añoraba en mí?
Uno a uno, salieron arrastrando los pies. La abuela tras ellos a su paso lento y cojo.
La tarde siguiente me senté de nuevo frente al portal. En ese momento salieron los niños gritoneando, divertidos, persiguiéndose calle abajo. Les sonreí.
Beto alzó el brazo y lo agitó en señal de saludo, pero de súbito lo bajó y echó a correr tras los demás. Me extrañó el gesto. Algo andaba mal.
Unos veinte minutos más tarde, Nancy llegó hasta la reja para regalarme un insecto que había recolectado.
-Es para ti-dijo con emoción. Le pedí que se acercara para darle un beso en la mejilla.
Levanté la mirada y me topé con los ojos fríos de la abuela, escudriñándome desde la esquina, observando la escena.
Adiviné el mensaje en los ojos viejos pero no me atreví a nombrarlo. Decidí, por el bien de Nancy, cortarla de tajo.
-Ya vete, niña, que tengo cosas que hacer.
Mientras me ponía en pie, alcancé a escuchar:
-¿Por qué te dejas besuquear por extraños?-regañó a la niña tomándola del brazo-¿Cuántas veces te he dicho que nadie te puede tocar? Vete a la casa.
Al cerrar la puerta, me reproché haber cortado a Nancy de esa manera. Caminé de un lado a otro, furiosa conmigo, entristecida. De pronto, el mensaje de la abuela encontró salida. Temblé. ¿Serían capaces de pensar que les haría daño a los niños?, ¿pensarían que era pederasta? Me reí con la ocurrencia, pero tragué saliva. Destapé una cerveza, respiré profundo y se me ocurrió que quizá ellos eran los delincuentes y utilizaban a los niños para hurgar en mi espacio.
“Qué ridiculez”, me regañé de nuevo y decidí que lo mejor era ganarme a mis nuevos amiguitos. Me pasé buena parte de la noche preparando un pastel y batiendo un betún de chocolate que llevaría a su casa para hacer las paces. Estaba contenta, imaginé sus caras al recibir la sorpresa.
A la mañana siguiente me presenté con el pastel en las manos. Abrió la puerta un señor que, antes de dar la cara, ordenó a alguien en el interior: “no dejes salir a los niños. Yo arreglo este asunto”.
-Buenos días, creo que no nos hemos presentado.
-Mi mamá ya me puso al tanto de lo que usted ha hecho. Besar a los niños y sabe
Dios qué más pretende.
-¿Disculpe?-pregunté entre incrédula y furiosa.
-No me haga que le falte al respeto. Sabe muy bien de qué le hablo. Le pido que se retire y no vuelva a buscar a los niños o llamaré a la policía.
Retirarme era tanto como aceptar la acusación nunca dicha. Quedarme, también.
Peor aún, sería vista como una pervertida peligrosa, terca.
-Lamento que su vida sea tan triste que no pueda creer que haya gente de buenas intenciones-me sorprendí de mi respuesta, porque de inmediato reconocí que esa desconfianza fue la misma que me hizo huir al fin del mundo. Pero ahí, de pie frente a ese hombre, como si fuera mi espejo, no me vencí. Entregué el pastel con firmeza-Esto es para los niños. Que tenga buen día.
El señor aventó el pastel al suelo. Respiré profundo, salté por encima del mazacote de chocolate y me alejé.
Salí a caminar. Algunos vecinos con sus hijos se alejaron apenas me vieron. Sentí las miradas de reprobación, hubo quien incluso escupió a mi paso.
Me detuve en seco, la sangre me hervía. La confianza daba asco, por fin lo comprendí y vomité sin parar algunos eternos minutos frente a todos.
Con los hilos de baba amarga escurriendo por las comisuras de los labios, el cabello revuelto por el esfuerzo, empecé a disfrutar el papel. Era tan ridículo que les dediqué una sonrisa triunfal, casi malévola.
Regresé a casa. Destapé una cerveza y me senté a brindar por la victoria del aislamiento, de la distancia.
Escuché a los niños riendo en el patio de la casa de enfrente. Los pares de ojos asomaron entre la reja cubierta por la enredadera y me descubrieron sentada en el portal. Bajaron la voz, aunque no lo suficiente.
-Ahí está.
-Dice la abuela que hay que defendernos, junten piedras…
¿Serían capaces? Silencio.
De pronto una piedra cayó a dos metros de distancia.
Lloré en medio de esa dura lluvia seca.
Meses después, me contaron que en la siguiente temporada de vacaciones, los niños encontraron la casa cerrada, las flores marchitas, la tierra seca. Reconocieron sus piedras al pie del portal. Tocaron con insistencia, pero no hubo respuesta.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.