Desde el pasado 1 de marzo, el emblemático Waldorf Astoria de Nueva York cerró “temporalmente” sus puertas, dejando atrás toda una época llena de glamour, esplendor y nostalgia, no sólo para los estadounidenses sino para todos los ciudadanos del mundo, románticos y cursis que, como yo, un día lo incluyeron en su “lista de lugares que visitar antes de morir”.
El famoso hotel, situado en el 301 de Park Avenue, en Manhattan, cuya fachada e interiores fue escenario y locación de películas como el “El gran Gatsby”, “Hanna y sus hermanas”, “Perfume de mujer” y “Mucama en Nueva York”, ha entrado en un proceso de remodelación y restauración que lo convertirán –dentro de unos tres años– en un hotel más pequeño y condominios de lujo.
Incluso si usted nunca puso un pie sobre los mosaicos de mármol con “La rueda de la vida” de su salón principal, de todas formas, seguro lo “conoce”, del mismo modo que “conoce” el Empire State, la Estatua de la Libertad o Central Park.
En el bellísimo edificio art decó que albergó al hotel por casi un siglo, confluyen la arquitectura, el diseño y la alta hostelería y gastronomía. Estar ahí es contemplar de golpe un cúmulo de bellas artes y tecnología que nos maravilla y asombra.
¿Cuántas historias de amor, pasión, traición, odio, política y negocios no se habrán fraguado en su hall, pasillos, tocadores y habitaciones de lujo? Estrellas de cine, gángsters, personajes de la realeza y políticos de todo el mundo hicieron de ese hotel su lugar de residencia temporal, como Marilyn Monroe durante la filmación de “La comezón del séptimo año” o el presidente Herbert Hoover. El ex presidente Bill Clinton celebró ahí su cumpleaños 50, en un acto a beneficio cuyo boleto tuvo un costo de 10 mil dólares por persona.
Parece que fue en ese hotel donde se crearon dos de los platos más conocidos de la gastronomía estadounidense: los Huevos Benedictine y la ensalada Waldorf, esta última compuesta por manzana ácida, apio, col o lechuga y nueces caramelizadas con aderezo de mayonesa casera.
Creada en las cocinas del hotel precursor al Waldorf-Astoria a fines del siglo XIX, esta sencilla ensalada ha sobrevivido a todas las épocas y modas gastronómicas al servirse aún hoy en todo el mundo, aunque con variantes como la de usar un aderezo más ligero a base de yogur o la de añadir otras semillas e ingredientes, como el queso azul. Aquí una receta que respeta la idea original del plato: www.directoalpaladar.com/recetas-de-ensaladas/ensalada-waldorf-receta.
En la famosa canción de Sinatra “You are the top” (1956) se compara a una mujer inalcanzable con lo más top como la Torre de Pisa, la sonrisa de Mona Lisa y ¡la ensalada Waldorf!
Por fortuna, antes de que los chinos cerraran el hotel tras comprarlo en 2014 y de que Trump llegara a la Casa Blanca, yo logré palomear al Waldorf-Astoria en mi lista de “lugares a conocer antes de morir” en septiembre pasado, cuando viajé a Nueva York para brindar por mi cumpleaños, justo ahí y en la contemplación absoluta de su magnificencia.
Aunque permanecí en el edificio si acaso dos horas, hacerlo significó para mí no sólo un sueño hecho realidad, sino también uno de los momentos más dulces y felices que he vivido. Llegamos al hotel al caer la tarde con la idea de tener ahí nuestra “happy hour”, antes de una función en Brodway.
Al ver nuestro aspecto latino y foráneo, un amable bar tender nos dio la bienvenida y llevó hasta nuestra mesa dejándonos la carta de bebidas y el deseo de que tuviéramos una gran experiencia Waldorf. El salón ya estaba a media luz, y de fondo sonaba una suave pieza de jazz y el murmullo de la clientela. En la mesa de al lado, tres bellas jóvenes con aspecto de modelos, vestidas de largo, tomaban tragos tipo martini en lo que parecía ser su pre copeo. Atrás, una pareja se tomaba de la mano mientras se contemplaba mutuamente sin decir palabra.
Las mujeres de mi vida y yo, ordenamos vino espumoso, vino rosado y unas rebanadas de su New York Cheesecake. Cuando llegaron las copas brindamos por mi cumple, por la vida y la fortuna de estar en un lugar tan preciado y para una ocasión única.
El cheesecake estaba tan bellamente presentado que sentí pena de hincarle el tenedor. La textura sedosa y el sabor, celestial. Lo cremoso y denso del queso pasó ágil por la boca gracias a la salsa de frutos rojos dispuesta como decoración a un lado de la rebanada.
Tras el brindis anduvimos por los pasillos, admirando los objetos detrás de las vitrinas llenas de cristal, porcelana, cubertería de plata y jarrones chinos. Después, caminamos hacia “La rueda de la vida”, el diseño circular con mosaicos de mármol –que ilustra el ciclo del nacimiento y muerte–, el mismo que dio la bienvenida a todos los visitantes y huéspedes del hotel desde 1939.
Parada al centro de la icónica obra de Louis Rigal, cerré los ojos y me hice la promesa de volver.
Para cuando pueda cumplirla, el Waldorf-Astoria ya no será más el hotel de bronce y mármol, champán y jazz que brilló con sus huéspedes VIP, pero yo tampoco seré la misma, porque así es la rueda de la vida, todo nace o se crea y vive su esplendor para luego apagarse, desaparecer o morir. Y sólo queda la leyenda.
Parece que la del Waldorf Astoria apenas empieza, pero en mi dolce álter ego vivirá por siempre el momento en que comí su dulcísimo Cheesecake Nueva York.