¿Qué significa eso de todo el día para ti?
Muy bien. Ahora era responsable de su vida. Pero le aburría tanto tener el completo control sobre sí misma, si es que alguna vez lo tuvo porque en realidad nunca se esmeró en cumplir al 100 por ciento con esa máxima. “Ni modo de ser perfecta”, se decía.
Rompió con todo. Ya le daba igual, al final de cuentas, ella estaba al mando.
Tenía el día entero para hacer y deshacer. Despertaba y luego de doce horas de sueño profundo, veía hacia el techo y pensaba con desgano “un día más”. Se regañaba por la falta de ánimo y repetía con fingida sonrisa “un día más” para volver de inmediato y, sin darse cuenta, a ese rostro de triste expresión. “Veinticuatro horas para hacer lo que me venga en gana. Veamos, mmm, claro, primero hay que checar los pendientes del trabajo; antes, mis ejercicios y bañarme; otras dos horas y, sí, como a las 11 acabo con eso y después todo el día para mí”.
Ahora se regañó por la alegría sin fundamento con la que dijo esa última parte, “¿cómo que todo el día para ti?, ¿qué significa eso de todo el día para ti?”, interrogó el juez interno y Alondra misma le respondía, “ya, ya, calma”, en un tono más sereno. Mejor no pensar mucho.
Puso un pie en el suelo, luego el otro, lento. Un regaño más de su interior la hizo acelerar el paso. Conectó la cafetera. Se sentó sobre la cama con el armario abierto para elegir la ropa del día, pensaba que debía arreglarse, “nunca se sabe qué puede pasar y hay que estar mínimamente presentable”. Tomó consciencia del último pensamiento. “¿Cómo de que algo puede pasar? Si aquí no pasa nada o ¿ya vas otra vez a pedirle al cielo un milagro?, ¿qué no has aprendido que sólo pasará lo que hagas que pase? Piensa, ¿qué es eso que va a pasar hoy?”. Reconoció que en realidad no tenía mucha idea de qué era lo que quería con esa vida suya y por tanto no iba a poder pasar mucho. Resignada, sacó los pants.
Revisó uno a uno los correos, cuatro periódicos, la página de la red social a la que estaba inscrita, hojeó dos veces su bloc de notas para ver si no había dejado algún pendiente, y no, eran las diez y media de la mañana y había terminado con sus deberes.
Estiró los brazos, sonrió. Si algo le molestaba era tener pendientes, así que no habiendo alguno por ahí, pues “que viva la vida, vamos a caminar”. Salió, anduvo algunas cuadras y de pronto se descubrió aburrida, tomando las mismas calles. Dudó. ¿Y si ahora cruzaba la avenida y se iba un poco más allá? Lo intentó, pero a la mitad del recorrido pensó que no vería algo que no hubiera visto en sus más de cuarenta años sobre este mundo, ¿qué podía pasar? Quizá lo único que ahora llamaría su atención sería ser testigo de algún secuestro o de la explosión de una bomba de esas caseras en algún estacionamiento, algo, ¡vamos!, que de verdad la sacudiera. Los robos menores ya se los sabía de memoria; las caras de tensión, tristeza, alegría –“¿de qué se pueden reír tanto?”-, no sólo ya las sabía de memoria, las había experimentado una y otra vez y terminaban en lo mismo: en nada.
Regresó dispuesta a animarse preparando algo para comer. Quizá esa receta de la revista que le había entusiasmado tanto. Llegó, vio que no tenía todos los ingredientes. Voluntariosa, salió al súper pero a la mitad del pasillo atiborrado de gente que parecía hambrienta, se desesperó, compró lo de siempre, queso y tortillas y se consoló recordándose que no había mejor platillo.
De pronto le entró una oleada de angustia que sabía a antiguo.
Corrió hacia el escritorio, encendió la computadora, abrió el correo y por fin respiró tranquila, no, nadie más había enviado algo. “Bueno, sigo teniendo la tarde entera para mí solita”, y el juez con ironía completó la frase: “ándale, para ti solita”.
Comió las quesadillas frente al televisor. Se peleó con el conductor del noticiero por exagerado, por mal hablado, irrespetuoso, falto de tacto, chismoso, cobarde… Apagó la tele. Tomó el libro, leyó mucho tiempo, lloró con las frases que recordaban la ausencia de alguien, la esperanza de alguno –“y yo ¿tengo esperanzas?”-, se burló de la ilusión de alguna otra, se quedó dormida.
Despertó asustada. Se regañó por haber desperdiciado la tarde. Dio algunas vueltas por el departamento hasta comprobar que ya nada había que hacer. “No va a pasar nada”. A las seis se puso la pijama. Cerró la puerta con llave porque “no creo que nadie venga a esta hora y yo ya estuve mucho tiempo en la calle. No sé qué más hacer ahí afuera”. Calentó un café. Esperó un poco. Quizá algo pasaría. Se fue a la cama de nuevo. No quiso dormirse.
Apenas la siete. Miró el teléfono. ¿Estaría descompuesto? Se levantó para ver si el cable estaba bien conectado. Sí lo estaba. Apagó la lámpara. En la oscuridad se quedó viendo al techo. Ya no imaginó historias como antes, cuando ahí, en el tirol, proyectaba las imágenes que venían a su cabeza: ella viajando, ella con algún hombre, ella con amigos, ella con familia, ella sola y sonriente. Tantas veces… muda película. Silencio. Hoy ya es muy improbable que pase algo. Quizá mañana. Cerró los ojos y se quedó dormida.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.