«EL RELATO»: Rota - Mujer es Más -

«EL RELATO»: Rota

Mi madre me enseñó a trepar a los árboles, a perseguir conejos, platicar con los grillos. 

Alicia era casi una santa. Caminaba despacito del lado de la sombra para mantener su piel del color de la cera. Creo que hasta olía a veladora.

 

Me la impusieron como amiga. “Ella es Alicia y vino a jugar contigo”, me dijeron mi padre y su nueva novia, Azucena, madre de la santa, mientras colocábamos las maletas en el auto con rumbo a la playa.

 

En el hotel nos asignaron una habitación para las dos. De inmediato saqué mi traje de baño. Ella se desplomó sobre la cama y me miró con dulzura y cansancio, como si acabara de correr un maratón.

 

–Ándale, vamos a la alberca—animé.

 

Me atreví a abrir su maleta, encontré su traje y se lo entregué. Se lo puso con desgano. Yo, impaciente, la arrastré hasta la planta baja. Corrí y de un salto entré en el agua. Alicia se dirigió hacia los camastros y se tumbó.

–¿No vienes?

–Es que no sé nadar.

 

Por ahí hubiéramos empezado. Inauguré las clases. Su mamá y mi papá no nos hacían mucho caso. Iban y venían del mar a la alberca, dándose besos que me provocaban asco. Preferí sumergirme en el agua, abrir los ojos y ver los pies y las panzas de los compañeros nadadores, avanzar así, debajo de ellos, intentando quitarme la imagen de mi madre, las lágrimas mezclándose con el cloro y salir con las pupilas enrojecidas.

 

Al segundo día logré que Alicia flotara y por la tarde consiguió nadar sola. Me sonrió agradecida aunque no dejó de darme consejos de señora: que me saliera de vez en cuando a la sombra para no ponerme negra, que no me diera tantas maromas porque iba a vomitar. Parecía tener 100 años y no los 10 que acabábamos de cumplir.

 

En las comidas observé la relación con su madre. No podía concebir que mi papá se hubiera fijado en una mujer como Azucena: a todo decía que sí y remataba con un “claro, mi vida”; acariciaba a su hija y le peinaba el cabello con ayuda de un listón del color de la vestimenta que llevara.

 

Mi madre nunca fue tan dulce, o lo era de otro modo. Le hacía algún mimo a mi padre, pero todo le rebatía y se reía sin pudor, con sus rizos largos desordenados en la cara, siempre jugando.

 

A mí me enseñó a trepar a los árboles, a perseguir conejos, platicar con los grillos. Nunca me puso listones en la cabeza, apenas si nos daba tiempo de salir corriendo a donde fuera porque siempre se nos hizo tarde de tanto estar jugando. Fue su prisa la que la mató de frente con un coche, quizá conducido por alguna Azucena, de lentos y torpes reflejos, metiéndose con estupidez en un carril que iba a gran velocidad y en sentido contrario.

 

Mi padre enmudeció desde entonces y sólo hasta que encontró a la mamá de Alicia, sonrió de nuevo. Con eso me conformé y dejé de hacerle berrinches en las noches cuando, agotado del corazón, ya no me leía cuentos, sólo me dejaba a oscuras oyéndolo arrastrar sus pasos por toda la casa.

 

Invité a la cara de cera a caminar por el hotel, ¿qué tal que veíamos algún animal salvaje?, le dije con emoción. Se espantó y prefirió ir a dormir la siesta a nuestro cuarto.

 

De regreso de mi expedición, mi padre me regañó por haber abandonado a la “pobre Alicita”. Por más que argumenté que no quiso acompañarme, me dijo que así no se trataba a los invitados.

 

Alicita me esperaba en el cuarto. Me compró un vestido para que lo estrenara esa noche. Era lindo, pero en ese momento me pareció espantoso. Lo aventé al suelo. Le dije que prefería mis pantalones de mezclilla. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Respiró profundo y prometió que esa noche haríamos lo que yo quisiera.

 

Fuimos al evento y como una treintona se sentó con la pierna cruzada y me platicó, a modo de confidencia, sobre algunos niños de la escuela que le gustaban. Bostecé. La miré fijamente y me perdí…

–Susana, te estoy hablando, ¿por qué estás así?–era la voz grave de mi padre.

 

Regresé al mundo y todos me miraban con una especie de reproche.

 

 

–¿Qué pasa?–pregunté desconcertada.

–Alicia te platica y tú no haces caso. Azucena te preguntó qué querías tomar y no contestas. ¿No te puedes comportar bien?–me regañó mi padre frente a las dos intrusas.

–Desde que tu mamita se fue al cielo estás rara, pero ahora cuentas con nosotras–dijo Azucena en un tono tan dulce, tan asqueroso, que por poco vomito.

 

De regreso en nuestro cuarto, Alicia quiso hacerse la simpática y recordó que esa noche haríamos lo que yo quisiera. Sonreí macabramente y le dije que quería ir a una casa abandonada que había visto por la tarde. Tragó saliva y me siguió.

 

Salimos a hurtadillas. En la penumbra vi la cara de cera de Alicia, asustada. “Ya vámonos”, me dijo con voz temblorosa. No cedí. La casona antigua, dispuesta en lo alto de unas dunas, a unos metros de la playa, me fascinó. Tenía unas ventanas enormes. Salté por una de ellas y caí en la arena. Ordené a Alicia que me siguiera. Asomó su cara pálida y saltó. Gritó. Intenté levantarla. Imposible. Le dolía mucho el pie izquierdo. Tuve que ir por mi papá.

 

Me regañaron. Alicita se rompió el tobillo, anunció el doctor.

 

El resto de las vacaciones me quedé velando a la cara de cera que me ofrecía una sonrisa agonizante mientras devoraba pasteles y gelatinas. Azucena y mi padre la colmaron de mimos.

 

Yo, hecha un ovillo en la esquina de la cama, imaginé historias: el doctor examinándome y diagnosticando: “Susana está toda rota”.

 

Había un problema en mi fantasía. ¿Cómo podrían verme por dentro? Tendría que preguntarle al doctor.

 

 

Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.  

 

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