Se ajustó los pants a la cintura porque con tal de ir holgada ya los traía a la cadera.
Eran poco más de las ocho de la noche. Caminaba con desgano por la calle apenas iluminada por unos cuantos faroles dispuestos cada diez metros.
Arrastraba sus zapatos chinos de piso sobre la banqueta. No podía ir más rápido. Agotó las energías en la clase de ballet. Tenía que darlo todo y estar lista para el examen que presentaría el siguiente mes. Si lo aprobaba, ya sólo le faltaría un grado para ser oficialmente una profesional.
El motor de un auto pasando a gran velocidad por la calle casi vacía la sacó de sus cavilaciones. Dejó de mirar la banqueta y dirigió la vista hacia el frente. El eje vial, ese sí muy bien iluminado, brillando a la distancia, parecía estar tan lejos. Bostezó. Todavía tenía que tomar el camión hasta Insurgentes y de ahí, otra caminata de unas diez cuadras más para llegar a su casa y luego a su cama.
“Mejor me apuro”, se dijo cuando tomó conciencia de que la avenida estaba oscura, pero sobre todo cuando sintió que el estómago pedía alimento urgente.
Se quitó la diadema de tela y la liga que sostenía el chongo y las guardó en el morral que se echó al hombro. Se ajustó los pants a la cintura porque con tal de ir holgada ya los traía a la cadera, se dio dos cachetaditas para despertar y ahora sí aceleró el paso no sin dolor, pues las puntas que había utilizado ese día en clase eran nuevas y le habían sangrado los dedos de los pies.
Por cierto, pensó, qué buena compra esa de los zapatos chinos. No sólo estaban de moda sino que eran muy baratos, ligeros y cómodos. Justo lo que sus pies maltratados necesitaban. Además, contrario a los suecos, el otro zapato de moda, no hacían ruido al andar… un descanso para su cabeza en esos momentos, después de dos horas de piano y gritos de la maestra corrigiendo posturas de espaldas, piernas, pies… silencio, al fin.
Se entretuvo contando cuántos carros pasaban a esa hora, tarareando alguna canción o preguntándose si sería conveniente tener fiesta de XV años porque las finanzas en la casa no eran las mejores.
De pronto, se olvidaba del dolor y ensayaba sobre el asfalto alguna pirueta. Era de las mejores de su clase y tenía porte de bailarina, aunque a últimas fechas estaba un poco molesta porque había ganado peso. Cambios de adolescente: los muslos empezaban a tornearse, los senos ganaban volumen aunque todavía no tanto como para distorsionar la figura que se espera de toda bailarina clásica; las caderas, esas sí, se ensanchaban de manera alarmante y las nalgas eran redondas y firmes. En realidad era una promesa de mujer atractiva, aunque para el mundo de la danza eso no era una cualidad, sino simplemente gordura, y las gordas no son bailarinas.
Sin notarlo, se llevó una mano a la pompa derecha como para medir el tamaño del castigo y jugó un poco con el ruido de sus pasos. ¿Cómo? No, no podía ser ella, sus zapatos chinos no sonaban. Volteó hacia atrás asustada pero no vio a nadie. Tragó saliva, se regañó por distraída y se enfocó en su objetivo: el eje vial.
Los sentidos alerta. Concentró la mirada en las luces del eje que en lugar de acercarse, parecían inmóviles, siempre a la misma distancia por más que ella tratara de disminuirla con cada zancada. Los oídos atentos: el motor de algún coche que quizá se acercara y largas pausas de silencio interrumpidas por los latidos del corazón. Sentía el aire ir y venir por sus fosas nasales a ritmo acelerado. Aspiró profundo para calmarse y no supo distinguir, cuando exhaló, si el ruido que había oído era el de su propia respiración, la suela de su zapato arrastrando sobre el asfalto –“niña, levanta los pies”, decía su madre– o… ¿algo más?
Volteó de nuevo hacia atrás, agrandando los ojos, como si por ello lograra ver más y tal vez sí, porque ahora sí lo vio.
Se había escondido detrás del árbol. Su brazo saliendo lo delató. Era un brazo cubierto por una manga de chamarra, quizá también de esas de moda de los equipos de fútbol americano, porque la tela era un tanto brillosa y en la muñeca tenía unos vivos blancos.
Un escalofrío nació en el cuero cabelludo y bajó lentamente por su nuca y columna. No se detuvo y aceleró más el andar. La distancia hacia el eje no cedía ni un centímetro.
Ahora escuchó los pasos con descaro detrás de ella. “No voy a desconfiar. La calle es pública ¿no? Todo mundo puede caminar por aquí”, intentó calmarse pero ya sentía las piernas temblando, como rindiéndose de antemano.
El sonido cada vez más fuerte, el “tac-tac”, cada vez más cerca.
No había tiempo. El eje estaba muy lejos. Se acercó a la orilla de la banqueta, al paso de los automóviles, volteó casi por rutina para cruzar -porque no había escuchado motores cercanos-, pero tuvo que detener de golpe la inercia que llevaba el cuerpo hacia delante porque un Volkswagen rojo, al que no prestó atención, pasó justo frente a ella a gran velocidad.
Dio un paso hacia atrás y hubiera dado otro de no ser porque en ese momento escuchó el tac, tac, tac, ya sin pausas, seguido de un silencio que no fue descanso para ella, sino sólo espacio para sentir, abarcando la totalidad de su nalga derecha, la palma de una mano extraña. El tiempo se detuvo y ella se congeló con él. La palma no. Sobó sobre la superficie que había buscado quién sabe cuánto tiempo antes, sobó con suavidad primero, luego cerró un poco los dedos y apretó fuerte.
Ella, la sangre en los pies, pies pesados, sin movimiento. Los brazos tensos sujetando el morral, se pegaron al torso. En tanto, los dedos se distendieron en la nalga que parecía en ella lo único con vida. La palma otra vez abierta sobre la superficie redonda ahora descendía acercándose al centro del cuerpo y los dedos inquietos buscaban…
El oído izquierdo fue el que reaccionó primero. Percibió un sonido de motor que se acercaba. Las luces del carro empezaron a iluminar la oscuridad. El cuello se movió mecánicamente hacia la izquierda, los ojos, deslumbrados, supieron que era el momento de terminar con la pesadilla.
Sin dejar de sentir los dedos acercándose a su objetivo, inclinó un poco la espalda hacia el frente y a unos metros de distancia del carro logró dar la orden a los pies.
El rechinido de los frenos no la detuvo. Se liberó de la palma y corrió y corrió sin hacer ruido.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.