Presionó una y otra vez el rewind para torturarse a sí misma con la frase del adiós.
Siempre tenía su grabadora a la mano. La utilizaba mucho en el trabajo y con Esteban. Había que respaldarlo todo, por eso su casa pronto se convirtió en una especie de taller pirata de Tepito, con máquinas especializadas para hacer múltiples copias de archivos de sonido.
Tanto qué grabar. Promesas, sentencias, planes que luego no se cumplían: “Estás loca, ¿yo cuándo dije eso?”; “¿Qué yo, qué? Por supuesto que jamás prometí aumento de sueldo”; “Nunca quedamos en que el diseño sería así”; “Tergiversaste mis palabras”; “Estás cansada”. Impotencia.
Al principio le pareció una locura, aunque luego del fin de semana que pasó en el hospital porque se le derramó la bilis, pensó que no valía la pena; no pondría en riesgo su salud por una bola de mentirosos.
La grabación no era garantía pero al menos le daba la posibilidad de una amarga reivindicación, momentánea dulce venganza que era, al mismo tiempo, alimento del rencor que crecía cada vez más.
Esteban la abandonó. Esa manía de Verónica apretando el “play” para recordarle que pasaría por ella media hora antes, que ahora sí ese viernes irían con su madre, que pronto vivirían juntos… Le era insoportable oírse a sí mismo diciendo cosas a una mujer que ahora lo miraba con satisfacción por verlo vencido. Era humillante.
–Todos tenemos errores, Verónica. Lástima que de los tuyos la única evidencia que existe es mi compasión, aunque no te sea suficiente porque no se oye.
Presionó una y otra vez el rewind para torturarse a sí misma con la frase del adiós. Lloró desconsolada. Guardó el sonido en un archivo especial por si algún día Esteban quería volver. Lo rechazaría devolviéndole triunfante su propia voz despreciándola.
Se cuestionó a sí misma: ¿Por qué tanto rigor? Podría ser más fácil pretender que no pasaba nada, que lo escuchado no era “en serio”; diría cosas “para salir del paso” y luego fingiría descuido u olvido.
El estómago se le endurecía imaginando la injusticia.
Ensayó una sonrisa cínica. Músculos de la cara que hacía mucho tiempo no ejercitaba. No cedería. La desesperanza no era gratuita.
Tuvo que mudarse de barrio pues las máquinas ya no cabían en el pequeño departamento. Desde que su jefe le pidió la grabación de los dichos del director en su contra y fue recompensada por su “lealtad”, se abrió la puerta a un nuevo negocio.
Se convirtió en una chantajista profesional. Al principio “arregló” asuntos domésticos, colaboró en divorcios y matrimonios forzados y muy pronto desenmascaró a políticos, líderes sociales, religiosos y empresarios.
Sus revelaciones se convirtieron en noticias cada vez con mayor frecuencia. Ante tanta mentira descubierta, el país entró en una vorágine de desconfianza. Todos cargaban grabadoras hasta para ir al súper, en donde reproducían los anuncios comerciales para hacer válidas las ofertas que a la hora del pago, casi siempre y casualmente ya habían vencido.
Por fin, se hizo justicia.
Verónica regresó exhausta. Tres entrevistas en radio y una más en el noticiero de la noche, en el que describió cómo había obtenido la grabación del famoso asesino serial con el que todo mundo convivía y buscaba favores. Fue noticia internacional.
Ahora sólo quería descanso. Esa sonrisa cínica ensayada hacía muchos años, la acompañó mientras se quitaba las medias.
Reconocimiento, respeto. “Verónica no miente y si hay dudas, ahí están los respaldos”.
Abrió una botella de vino. ¡Qué ganas de que estuviera Esteban! Beberían, se besarían. Se tumbó en el sillón, ensoñando con lo que había comprobado, era la mentira del amor.
No cedería. Copa en mano se levantó y tomó el teléfono. Necesitaba un contacto familiar entre tanto desapego.
–¿Mamá?
–¿Me estás grabando?
–¡Ay, mamá!, claro que no.
–¿Por qué habría de creerte? A ti nada te respalda hija y ahorita no tengo mi grabadora a la mano para cubrirme.
–¿No confías en mí?
–¿Confianza? Pero si te empeñaste en desaparecerla, ¿sueñas, Verónica?
–¿Cómo sabes?
–En el fondo hijita, todos nos conocemos, queremos huir, irnos lejos del punto de origen al que de todos modos, siempre se vuelve, y ¡ya déjame dormir!
Colgó. Ya no sonreía cuando decidió darse un baño. Presionó el botón rojo: “recording”.
El perito repitió por quinta vez la grabación. Parecía que descorchaban una botella, servían un líquido en algún vaso. Sonido de maraca, seguramente las pastillas dentro del frasco. Agua que corre.
–Tú, apunta: eso era cuando llenaban la tina–ordenó a su subalterno.
Respiración pausada. Otra vez el frasco. Silencio. “Sí, mamá, huir”, se escuchó débilmente. Apretaron el rewind.
–Fíjate bien, Hernández, ¿qué dice?
–Creo que “mamá”.
Lo escucharon de nuevo; una pausa y otra vez la misma voz: “mamá… déjame dormir…”. Silencio. Fin del audio.
–Así pasa. Todo queda en familia. ¡Vámonos, Hernández! Tráete la orden de cateo y el domicilio de la señora.
–Qué suerte que Verónica grabara todo, mi jefe.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.