Los grupos en redes sociales pueden lograr identidad e integración que no existen en la sociedad.
Hace una semana el país se cimbró con una noticia. Un adolescente de 16 años había disparado contra sus compañeros y maestra en el aula, y posteriormente se disparó a sí mismo. Esta nota no provenía de nuestro vecino del norte, donde estas escenas son conocidas. Había sucedido en Monterrey, en un colegio hacia el sur de la ciudad.
En lo personal, cuando fui comunicada del evento, me paralicé. Soy de Monterrey y vivo a escasos minutos del lugar de la tragedia. Llevo años trabajando con adolescentes de 15 a 18 años y pude sentirme parte del dolor.
Tan pronto comenzaron a circular los videos y fotografías, empezaron las dudas. ¿Qué pasó en el salón? ¿Por qué estaba un alumno separado del resto? ¿Qué comentaban con él otros alumnos que se acercaron previamente al momento fatal? ¿Por qué agredió a la maestra? Se agolpaban las interrogantes. A eso se sumó el supuesto de que Federico (el agresor) pertenecía a una “secta” de Facebook denominada “Legión Holk”. Surgieron voces pidiendo extremar la vigilancia a los hijos, reclamando que lo ocurrido fue producto del descuido de padres permisivos que no vigilaban lo que hacían en redes sociales.
Conforme avanzaron las investigaciones se descubrió que la pertenencia a ese supuesto grupo era falsa, pero sí resultó cierto un cuadro depresivo que Federico presentaba, así como un mensaje despidiéndose de un amigo de él, horas antes. “No eran tan cercanos ya, puesto que Federico había sido cambiado de escuela”, se dijo. Pero, al parecer, en su momento ese compañero lo había escuchado. Fue tras esa nota que mi panorama comenzó a tomar forma.
Me llama la atención la sorpresa de la sociedad en general sobre la existencia de esos grupos en las redes. Al parecer, los autodenominados “padres responsables” sólo vigilan pero no conocen el mundo que rodea a sus hijos. Esos grupos abundan y son miles los adolescentes que se inscriben a ellos. “Muchas veces ni siquiera se participa, sólo es porque quieren ver y sentirse parte de algo, muchos son chavos solitarios, apartados”, me comentaban mis alumnos adolescentes. “Entran porque no se sienten parte del mundo real y terminan pareciéndose entre ellos en esas comunidades”. Logran identidad, integración que nosotros, la sociedad, no ha logrado darles.
¿Alguien pensó cómo se sentía Federico de solitario que recordó a un compañero de tiempo atrás como el único que merecía su despedida? ¿Alguien ha pensado cómo se sintió la maestra, sofocada por un sistema educativo que no da las estrategias o apoyo necesario ante la situación de un alumno que tal vez la rebasaba y decidía mejor aislarlo?
Al juzgar como cómplices a los compañeros que no denunciaron que llevaría un arma, ¿pensaron en el deteriorado tejido social que les hemos dado a esos adolescentes que han perdido la capacidad de asombro ante armas y situaciones de violencia? Entonces la emprendemos contra los padres. ¿Acaso imaginan lo complejo que es atender las necesidades de la salud mental de un hijo en una sociedad que minimiza esos problemas y etiqueta a las familias de quienes algún miembro sufre de un trastorno?
Hace años, una de mis alumnas, al término del semestre, se suicidó. Horas antes se despidió y me agradeció como quien lo hace de un maestro más al término del semestre. No fui capaz de distinguir la angustia en sus palabras ni la amenaza latente en ellas. Un día después, frente a su féretro, preguntaba: ¿por qué no me lo dijiste?, ¿por qué no te acercaste conmigo o con alguien más a buscar ayuda?
La respuesta la encuentro hoy. No hay espacios libres de juicios, no hay tolerancia ante el diferente, no hay compasión ante el error. Dedicados a juzgar, buscamos castigar a quien se aparta de los cánones, a evidenciar a quien confíe en nosotros y a sancionar las conductas en vez de apoyar. No ayudará mucho a todos esos Federicos que conviven con nosotros, a sus padres y a esos docentes que lidian con ellos día a día, nuestros juicios y dedos condenatorios. Necesitan nuestro apoyo. Es por ellos, es por todos. No hay margen para fallar una vez más, porque el costo de errar de nuevo es muy alto.
Saraí Aguilar | @saraiarriozola Es coordinadora del Departamento de Artes y Humanidades del Centro de Investigación y Desarrollo de Educación Bilingüe en Monterrey, Nuevo León. Maestra en Artes con especialidad en Difusión Cultural y doctora en Educación.