¿Cuánto tiempo tarda un love seat en quemarse?
La sangre me bajó a los pies cuando descubrí el sillón quemado, todavía humeante. La pestilencia era casi insoportable. ¿Acababa de suceder? ¿Cuánto tiempo tarda un love seat en quemarse? Mis amigas dirían que es cuestión de segundos. Yo pensaría que la temperatura sube suavemente desde el interior hasta que, según los estímulos recibidos en la capa más superficial, se inflama de pronto, se extiende por todo el espacio hasta hacerlo arder.
El sillón apareció unos siete días antes al fondo del callejón en el que suelo pasear a mi perro y que en los últimos meses ha sido utilizado como basurero por los vecinos. Es una calle empedrada en la que del lado izquierdo se ubica una fábrica y del derecho un terreno baldío delimitado por una gran malla que no ha impedido que algunos vándalos penetren, seguidos de gatos, perros y hasta gallos callejeros que, por cierto, tienen la menor esperanza de vida a la intemperie. Lo sé porque una tarde apareció uno muerto al interior del terreno.
La primera vez que Baco –mi perro– y yo, vimos el sillón, estaba tirado con el respaldo hacia abajo a un costado de la malla. Me sorprendió que alguien se tomara la molestia de cargar un sillón hasta la mitad del callejón para dejarlo ahí tirado, cuando basta con ponerlo sobre la calle, a un lado de los botes de basura, para que el municipio lo recoja. Baco lo olisqueó un rato, estornudó varias veces y luego se alejó, aburrido, en busca de otras sensaciones olfativas.
Al día siguiente vimos el sillón acomodado al final del callejón, a un costado de las escaleras que dan salida hacia la otra calle, recargado sobre la pared de piedra que ya había sido decorada con grafitis de vivos colores. Era una vista agradable, como una pequeña sala a la que sólo le faltaba la lámpara para convertirse en un buen rincón de lectura. Al acercarnos noté que los cojines estaban ligeramente hundidos, como si alguien recién hubiera estado sentado sobre ellos. Baco olisqueó más, hizo el intento de subirse pero se contuvo, quizá temiendo el regaño de costumbre cuando estamos en casa.
Pasaron algunos días. Se me hizo tarde para sacar a Baco, así que a las prisas y jalones, lo llevé al callejón cuando ya había oscurecido. Aunque lo conozco como la palma de mi mano, a esas horas apenas está iluminado con un pequeño foco de bajo voltaje que los de la fábrica colocaron a lo alto de su puerta de entrada. Mi visión ya no es tan fina a esas horas por varios motivos: cansancio, edad, niveles de sobriedad disminuidos por hacerle honores al nombre de mi perro quien me acompaña en mi soledad, después del ajetreo diario. Además, a la luz del día, puedo ver pedazos de historias aprehendidos entre las piedras: una bolsa más de basura con muchos cosméticos, zapatillas cuyo tacón se encuentra a varios metros de distancia, uno que otro condón maltrecho, calzones, botellas de ron, cerveza, latas de refrescos, más cacas, algunos pájaros muertos. Seguro son historias que se cuentan en la oscuridad y aunque estoy ávida de aventuras, mi ritmo cardiaco no da para internarme en el callejón cuando tienen lugar esas narraciones.
Respiré profundo, solté la cadena de Baco para que anduviera a placer e intenté relajarme. Hasta que logré distinguir las sombras a lo lejos y ruido de vidrios chocando. ¿Brindaban? Baco aparecía como un punto claro a mitad del callejón. No quise gritarle para no alertar-espantar a las sombras. Me acerqué a paso lento, en silencio, tratando de adivinar cuántos eran. Alcancé a ver la silueta de tres personas arrellanadas en el sillón. Una de ellas era una figura más pequeña ubicada en medio de otras dos más gruesas, más grandes. Baco seguía su olfato y se acercaba cada vez más rápido hacia el love seat.
Cuando se dieron cuenta que estaba a unos cuantos metros de ellos, las figuras se movieron, amenazantes. Una de las voces dijo algo así como “aquí quédate, no se te ocurra irte”. Las figuras gruesas se irguieron. Sentí las piernas temblando. Baco, siempre tan amistoso, era capaz de continuar su camino hacia ellos en busca de fiesta y no me parecía que ellos estuvieran dispuestos a compartir la suya.
“¡Baco!”, me animé por fin a gritar, rogando que esta vez sí me hiciera caso porque mi perro, aunque fiel, cuando se le mete un olor a la nariz no reconoce lazos. Por fortuna corrió hacia mí.
Me desperté muy temprano porque me sentí culpable de haber cortado el pequeño paseo de Baco la noche anterior. Fue cuando descubrimos el sillón humeante. El grafiti de colores ennegrecido, parte del lote baldío quemado también y a la peste habitual se sumaba ese olor penetrante que dejan los incendios, que pareciera encontrar camino directo hasta el fondo de los pulmones.
Baco estornudó pero no dejó de ir hacia el punto del siniestro a pesar de mis órdenes. Confieso que lo tomé como pretexto para saciar mi curiosidad. Corrí tras él y a unos metros bajé la velocidad, caminé a paso lento, sintiendo que profanaba alguna tumba, que corrompía algún secreto. Baco se detuvo quizá porque sintió el intenso calor que todavía emanaba de ese revoltijo de madera con tela, rodeado de botellas de ron, condones, una diadema y unos calzones de encaje… Versión de historias antiguas que no nos cansamos de contar pero que esta vez no quedó a merced de las pisadas sobre un camino empedrado, sino que ardió entre los cojines de un love seat.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.