Una community manager ante el sexismo de los jefes…
Me llamaron para administrar las “redes sociales”. Eran dos señores retirados que, para pasar el tiempo, decidieron abrir una empresa de consultoría. Declararon no saber nada de tecnología así que cualquier cosa que pudiera hacer por la nueva organización, sería bienvenida.
Desempleada por varios meses, puse mi mejor esfuerzo. Preparé un proyecto no muy ambicioso pero efectivo, fijé el precio y rogué a todos los astros que se alinearan y no sólo aceptaran mi propuesta, sino me iluminaran para sacarla adelante.
–¿Qué?, preguntó atónito el mayor de ellos, un hombre alto que quizá en su juventud fue atractivo. Temblé al ver su rostro -Esto es carísimo, concluyó indignado, aventando el folder sobre la mesa.
Sentí las mejillas encendidas de coraje y vergüenza. Coraje porque de hecho coticé a la mitad de precio de mis competidores sólo para romper con la maldición del desempleo. Vergüenza conmigo, por temblar, por sentirme juzgada. La de la experiencia era yo, ¿por qué me dejaba cuestionar?
–Por favor, hay muchas personas que hacen este tipo de trabajo, continuó en tono irónico, de hecho, la hija de un compadre y sus amigas, por cierto muy guapas, harían esto por mucho menos dinero y con la creatividad que da la juventud.
Sus pupilas encendidas se desviaron hacia mi escote que no mostraba nada porque la naturaleza decidió que en esa parte de mi cuerpo no habría mucho volumen; bajó hacia mis piernas totalmente cubiertas por un pantalón oscuro, que elegí siguiendo el dictado de costumbres antiguas que señalan que, en asuntos laborales, uno debe vestir de manera sobria para centrarse solamente en la materia del trabajo.
–Bueno, no hay que apresurarnos, Arturo, dijo el socio más joven, lo que ella ofrece es experiencia. ¿No es así?, intentó conciliar y logró que por unos segundos la ira que ya empezaba a trepar por mi mandíbula, retrocediera. Yo era una mujer de paz, necesitaba claridad para poder responder al ataque del sexagenario con poses de cuarentón.
–Ay, Manolo, en este mundo todo cambia tan rápido que eso ya no cuenta. Yo mismo podría manejar las redes si quisiera, todo está en internet. Aquí lo que hace falta es seducir, conquistar al cliente. Creo que a la compañerita le falta actitud…, consideró y clavó la mirada vidriosa en mi cuello.
Por fortuna, la furia me paralizó. De otro modo, le hubiera lanzado el lápiz a la cabeza, pero sería como regalarle una prueba más del arcaísmo al que hacía referencia. Debí haber llevado la tablet para tomar notas.
El maldito viejo dio en el blanco de mi más reciente depresión. Cada vez era menos requerida para dar asesorías, es más, me enviaban decenas de “links” con versiones que confirmaban y ofrecían otros detalles “gratis” a mis diagnósticos y reportes:
“Mira, Esther, para que te actualices”; “oye, ¿no será mejor que chequemos en internet? No es que no te crea, pero ya ves que sale tanta cosa…”. Hasta mi hijo prefería consultar “las redes” para ver cómo se enfriaba un flan aun cuando sus abuelos se hubieran dedicado a eso por años.
Después de horas leyendo, apagaba la computadora con una sensación de fracaso. Además, entre página y página, aparecían publicaciones de gente que era “feliz”, no la amargada que decía mi hijo que era; consejos para tener dinero, amor. “Échale ganas. Si no lo tienes, es porque no quieres”, decía un sonriente “coach de vida” (¿había entrenadores para eso? ¿En qué mundo vivía? Tenía que investigar), en un video-tutorial para aprender a ser “uno mismo”.
Terminé muchos días recostada sobre el escritorio, sin saber si reír o llorar de angustia, de desconcierto.
Estaba a punto de soltar lágrimas de impotencia mientras veía mis zapatos fuera de moda, cuando escuché de nuevo la voz del viejo:
–En fin, señora, piénselo, ¿va a dejar que unas jovencitas le coman el mandado? ¿Verdad que no?, y esta vez lanzó una mirada seductora.
–Contrátelas, respondí.
Intenté calmarme mientras recogía las hojas del proyecto que, después del azotón del folder, quedaron desperdigadas por el escritorio.
Me levanté y las rodillas crujieron. Mis manos temblorosas de miedo y enojo, mostraban algunas pecas, la piel ya no era lisa ni firme. Creo que fue cediendo entre tanto ir y venir, en mis épocas de estudiante, mis primeros trabajos, reír con los compañeros, encerrarnos en casa de alguno, contarnos las esperanzas, fracasos, fugarnos en algún bar, en la calle frente al puesto de quesadillas, en las ansias de descubrimiento, en el intento por vivir en este mundo. Otro mundo. Sonreí con nostalgia.
Tiré el folder a la basura.
Ya en el elevador quise llorar de angustia porque venía la fecha del pago de la renta. Salí cabizbaja, al ruido infame del tráfico, los olores a garnachas, los gritos de la gente, casi me atropellan, del susto sentí la sangre otra vez circulando por todo el cuerpo, levanté la cabeza y sentí que rejuvenecía.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.