Cuando una madre y ama de casa decide trabajar, parece que existe un juramento implícito en su decisión.
Norma viene a nuestra clínica de Terapia Familiar porque la maestra de su hija Alejandra le ha pedido que asistan debido al comportamiento de la niña en la escuela. Estos problemas son falta de atención, no cumplir con las tareas y a veces “mala conducta” con los compañeros. Queremos entender lo que la maestra ve para pedir este apoyo, y el resumen de Norma es: la maestra dice que yo no tengo interés porque no he ido inmediatamente cuando me han citado en la escuela y piensan que no ayudo lo suficiente a Alejandra en sus tareas o en revisar sus cuadernos y su cumplimiento, y claro, Norma no duda que tienen razón, es su culpa lo que pasa con la niña.
Cuando entendemos más las circunstancias de Norma, resulta que es una madre soltera que vive con su mamá y su hija. Trabaja como cuidadora de una persona enferma a dos horas de su casa, por lo que se queda allá dos días y el tercero regresa a su hogar. Su mamá cuida a la niña y las tres viven con el único ingreso de Norma, quien comenta que sí le explicó a la maestra sus circunstancias, no siempre puede venir cuando la citan porque tiene que esperar a su día de descanso, y ciertamente sólo revisa las tareas en ese día, los demás su mamá se hace cargo de todo; sin embargo, la maestra no deja de insistir en que la niña no cumple por un descuido de Norma.
El caso de Norma parece extremo: una madre soltera que tiene que trabajar para mantener una familia, que se siente culpable al mismo tiempo por no hacer lo suficiente en su responsabilidad “como madre”, al vigilar lo suficiente el desempeño de la hija.
Sin embargo el caso no deja de ser representativo de una gran cantidad de madres, casadas o no, que cuando trabajan, por necesidad económica y/o por elección como proyecto personal, suelen comprometerse con otros o consigo mismas a: “cumplir 150% con sus responsabilidades como madres, que implica (según esto) cuidar cada necesidad –física, emocional, educativa, de socialización, de ocio, alimenticia, de salud– de cada hijo, siendo la calificación de su cumplimiento el que los hijos no evidencien la más mínima falla en alguna de esas áreas… si no fuera así, que la sociedad se los demande”. Saben que no exagero sobre este “juramento implícito de la madre que trabaja”.
El imaginario cultural sobre la maternidad y el “ser buena madre”, implica una gran exigencia sobre las mujeres, porque si los hijos fallan en algo serán a quienes primero se voltee a ver. Por lo que por mucho que estas mujeres disfruten, necesiten o se vean exigidas por sus trabajos, estos aspectos siempre serán vistos por ellas y su entorno como un “obstáculo” en el cumplimiento de su “verdadero deber”. Y por eso cuando un hijo “falla”, la mujer se siente culpable porque trabaja. Se prometen cumplir al 100% en el trabajo y en la casa, y la realidad es que esa promesa es incumplible. No hay manera de que una mujer pueda cumplir a la perfección ambas tareas. Pero sobre todo, no hay manera de que los hijos sean “perfectos”.
Varias tareas pendientes de reflexión derivan de esta realidad: la necesidad de dejar de culpar a las madres de todo lo que pasa con los hijos; la necesidad de incluir a los padres o a otros adultos en la crianza de los hijos; el desarrollo de una cultura laboral que normalice que los padres también falten o lleguen tarde cuando los hijos se enfermen, tengan que asistir a juntas, festivales, o cualquier otro requerimiento para el que generalmente sólo piden permisos las madres; el impulso de políticas públicas que desarrollen servicios de apoyo a la crianza de los hijos para que esto no sólo recaiga en familias que hoy en día dedican gran parte del día al trabajo. Las madres no son culpables, están sobrecargadas.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.