No debí volver a fumar. No debí volver a fumar. No debí volver a fumar…
Tenía cinco minutos más para desistir, pero mi obsesión, terca e irracional me dictó el siguiente movimiento. Me puse a su merced.
Llegué al punto. Apagué el motor y ahora sí, sin pensar, descendí rápidamente. Entré a la tienda y exigí lo que era mío. El dependiente obedeció sin chistar. Corrí de nuevo al auto con el pulso agitado. Estaba a punto de arrancar cuando escuché el golpe en la ventanilla. Sentí morir. Un joven con los ojos desorbitados y las palmas de sus manos sobre el vidrio me miró fijamente.
-¿Los viste?, preguntó.
El terror congeló mis movimientos. No supe reaccionar. El joven se separó un poco de la ventana. Yo aproveché para encender el motor pero él no cejó en su intento y volvió a golpear con fuerza. “¿Los viste, los viste?”.
Sacudí la cabeza –apenas– y arranqué. Llegué al departamento. Me asomé al balcón para tomar aire, recargar las manos que no dejaban de temblar sobre la barandilla y para asegurarme de que nadie me había seguido. Dos muchachos con las mochilas a la espalda caminaban plácidamente. No, nadie se había dado cuenta de mi desliz.
Fue entonces cuando vi a las patrullas. La sangre se me fue al suelo. Los muchachos volvieron sobre sus pasos y al llegar a otro de los edificios de la calle, ubicado frente al mío, se metieron ahora sí con rapidez y se ocultaron tras la escalera. Entonces comprendí.
No debí volver a fumar.
Apenas nos miramos pero sin perdernos de vista. Ellos agazapados detrás de la escalera, yo recargada sobre el balcón, hecha piedra. Una de las patrullas se movía con lentitud frente a nosotros. Me moví para encender un cigarro. Sentí la amenaza.
Mi mirada turbia se clavó en la calle sucia, polvosa por el viento que desde esa mañana se empeñó en hacer volar la basura que los vecinos, indolentes, tiraban sin pudor en ese rincón de la ciudad que de pronto se convirtió en el último rincón del mundo. El corazón latiendo a toda velocidad. Sus ojos fijos en mí. Igual que los del patrullero.
Jóvenes inmóviles. Las caras observando entre los escalones. Un silencio nos cubrió de pronto. Casi podía sentir su respiración sobre mi cuello, mientras el policía me miraba a lo lejos. El tiempo se detuvo, el sonido, la vida. Sólo podía escuchar el tabaco consumiéndose. ¿O era mi piel cediendo ante el temor? El humo se filtraba por mi nariz, encontraba salida por sus bocas entreabiertas. Inhalábamos y exhalábamos el mismo aire. Respirábamos al unísono, juntos, mis cómplices y yo.
¿En qué momento se me ocurrió volver a las andadas? Si ya desde que salí corriendo hacia la tienda sabía que me estaba traicionando. Casi quería ocultarme de mí misma. ¿En qué momento mi obsesión me obligó a ir hasta el otro establecimiento?, porque ni con la cortina cerrada, señal de que no debía hacerlo, entendí. La ansiedad me empujó a buscar el antídoto y así llegué a la misma tienda que segundos antes había sido asaltada. Ciega, yo también obtuve mi botín.
Un botín que ahora se consumía entre mis dedos mientras la patrulla pasaba lenta, como no queriendo irse, como invitándome a delatar.
Los jóvenes de ojos oscuros, brillantes y violentos me acompañaban. No emití sonidos, no me moví. Como ellos, me hice humo y me limité a quemarme por dentro.
No debí volver a fumar.
La patrulla pasó. Mis cómplices se esfumaron casi al mismo tiempo que, decepcionada de mí misma, tiré la colilla para que se reuniera con el resto de la basura que seguía volando alrededor.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.